Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Here, there, and everywhere

Hace menos de dos semanas, lo juro, se veían por doquier junto a las puertas de las “bräuerei” hornillos exteriores con los que combatir el fresco, con cerveza en mano y de pie, junto a la madera de mesas altas y largas, como es ley. Ayer domingo, la madera seguía ahí, pero los hornillos habían sido sustituidos por pantallas planas, y las riberas de ríos, canales y calles principales parecían paseos marítimos veraniegos de nuestras costas patrias.

 

Así amanecieron los suecos, fritos por el sol y por el partido del día anterior. Y así florecieron las camisetas de la sorpresa, más de polo que de fútbol, con su raya blanca cruzada sobre un pantone rojo atlético. La explicación es sencilla: en los estadios, las entradas no vendidas a hinchas de las respectivas selecciones han caído mayoritariamente en manos de alemanes. Y éstos, sobre todo los que el sábado estuvieron en Dortmund, apoyaron y apoyan mayoritariamente a Trinidad y Tobago: es la simpatía con el pequeño y con la sorpresa, cuya victoria emociona más cuanto más contraria al grande y a lo previsible.

 

Tras el almuerzo paseé con mi novia en la hermosa tarde: ayer no había camisetas serbias ni holandesas, pues en Alemania llevar la Oranje es como salir por el castizo barrio de Moncloa con una Señera. Además, Leipzig es la ciudad más apartada del resto de sedes, una ciudad del Este muy al este, más eslava que aria, más postcomunista que rica, más universitaria que otra cosa.

 

No obstante, allí como aquí, el domingo tenía un brillo profundamente verde. Verde frijolito, intenso, mesosaturado, entre Cáncer y Capricornio. Lo supimos cuando nos sentamos en una terraza del puerto fluvial. Los gritos surgieron entonces desde el subsuelo hacia el cielo y de regreso al cemento. Como recordando la misa del viernes desde el minarete más cuate del Yucatán al globo entero. Por tres veces negaron a Irán su sorpresa. Y a mí me evocaron aquel mediodía en que, perdido junto a la muralla de Adriano, buscando a San Salvador de Chora, Estambul me ofreció esas mismas voces, de tierra a cielo, de hombre a Dios. Cerré los ojos a un sorbito de mi cocktail tropical, dejé al sol posmeridiano enamorar la melanina de mi piel y me dejé regresar, envuelto en las voces, a los aires de Constantinopla.

 

Al anochecer, el verde se tornó verde Aveiro, pero los lusos sólo pudieron cantar un gol. Y los alemanes ya presentados acabaron entonando el "Viva Colonia", himno de los Carnavales de la ciudad de peregrinos y peras (o manzanas). Yo, que ayer volvía a ver resucitar mi pareja, me quedo mejor con este otro himno para el recuerdo, cortesía de una orquesta de viento sobre un escenario en el Königsallee: "To lead a better life I need my love to be here / (...) / Here, making each day of the year / (...) / Watching her eyes and hoping I'm always there / To be there and everywhere / Here, there and everywhere" (Mcartney / Lennon)

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