Crónicas en la Distancia

Fases finales a lo rojiblanco

Sobre mi blog

Estas notas son probablemente gotas insignificantes en un océano. Pero saben a sal rojiblanca, a la playa del expatriado, y a la fortuna de vivir in situ de nuevo la fase final de un campeonato de fútbol de naciones. No son por tanto mucho, pero son las nuestras. O al menos sólo tendrán sentido si así consigo que las sientas.

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Ginebra

Antes de entrar en materia, quería agradecer a makako su comentario. La verdad es que las veces que he estado en la Suiza francesa, los portugueses me han pasado desapercibidos, mientras que en la zona germana se hacen notables, entre otras cosas por su escaso dominio del alemán, las banderas que cuelgan de sus balcones y ventanas haya o no torneos de fútbol, y la cantidad de restaurantes y tiendas de comestibles de productos propios que regentan. Y sin embargo makako tiene razón, y los portugueses son más en la parte francesa de este hermoso país y además son la mayor comunidad extranjera en esa zona, aunque en el global del país sean la tercera más numerosa tras alemanes e italianos.

Y Ginebra es aún más: es la ciudad con la mayor comunidad portuguesa de Suiza. Así que ayer se encontraron como en casa. Recibieron demasiado premio a mi entender para lo que hicieron, pero es que están un punto también física y futbolísticamente por encima de los checos, que lo intentaron todo y a pesar de alcanzar un buen nivel no tuvieron ni la potencia ni la suerte ni, en lo últimos veinte minutos, la fineza suficiente para meter el segundo y ser la primera selección que le daba la vuelta a un marcador en esta Eurocopa.

Los suizos por su parte repitieron en Basilea, pero esta vez tuvieron que jugársela al waterpolo. Y aunque le echaron casta y dignidad, su goleador, otro emigrante inmigrado, que ni siquiera pudoquiso celebrar el primer gol y perdió otras dos ocasiones bien claras, fue el primero en ver cómo su nación de origen y tierra de sus padres sí que se convertía en la primera selección del torneo en dar la vuelta al resultado. Y curiosamente éste fue esperado para los perdedores e inesperado para los ganadores, y esta noche las bocinas sonaron en las capitales suizas moderadamente y no fue por su país. Hoy los periódicos se despertaron declarando el final del sueño. Y pidiendo al menos el triunfo como mejores anfitriones de la historia del torneo.

Y no me apetece hablar más de esta Eurocopa por hoy. Gracias a Dios que ahora mismo no vivo en España, porque somos la única nación en contra de sí misma. Sí yo fuera aficionado del otro equipo grande de la ciudad, hoy me daría vergüenza ajena de mis "compatriotas". No sois españoles, ...

De Innsbruck a Cádiz

De Zúrich a Innsbruck hay casi cuatro horas de coche. Deberían ser menos, pero hay que atravesar la frontera entre esta isla alpina y el resto de la Unión Europea, y eso siempre supone una decena de kilómetros por carreteras menores o con fuertes limitaciones de velocidad. En cualquier caso hubo quien se lo hizo ayer para ver a los nuestros, que por fin se estrenaban. Y que lo hacían en, para mí, el escenario más bonito posible de los ocho (perdóname, Zürich, porque no sé lo que digo).

Innsbruck es una ciudad a los pies de la naturaleza. En la otra cara de cada colina, de cada morrena, de cada montaña que la rodea, los elementos de la naturaleza pelean por abrirse paso. A veces es un sol vespertino, otras un conjunto de nubes, a veces es un torreón de agua y otras una nieve blanca y gruesa. Ayer, a medida que el viajero se acercaba a la ciudad tirolesa, se iba resguardando bajo una sola nube espesa, hecha al hollín, pintada al carboncillo. Una nube que me parecía un presagio y no bueno, tales son las dudas que nuestra selección, haga lo que haga durante mucho tiempo, parece que está condenada a acarrear.

Bajo esa nube comenzó un partido con una selección de blanco joven pero no inexperta, a la que quizá le falló la suerte en momentos de posible inflexión, y en la que quizá falte también un lucero, o una pequeña constelación de pequeñas estrellas. A Rusia le debía favorecer no obstante la debilidad de la defensa contraria, desacostumbrada y deslavazada, y esa lluvia inclemente. Pero si el cielo se descompuso durante noventa minutos, lo mismo hicieron las esperanzas rusas en la mitad de tiempo. Bastaron dos relámpagos para, sin resolver nuestras dudas, despejarnos el camino.

Aún así los once representantes zaristas de abajo parecieron no inmutarse, descubrieron que los Alpes tienen una vía gigantesca en nuestra banda derecha y pasó casi otra media hora hasta que el resultado se decantó definitivamente a nuestro favor. El mismo siete en la misma ropa. La afición eslava asumió a partir de entonces en silencio su suerte en este primer partido y la española, compuesta por muchos disfraces de torero, toro y tonadillera, reconoció a qué había venido con una canción que, por ser la única en nuestro país que refleja una certeza, se ha hecho demasiado popular. Quizá es que, en el fondo, muchos anoche se sentían más de Cádiz que de esa nación que algunos llaman España.

El Cádiz por cierto jugó más tarde y venció al Málaga por dos a cero en Salzburgo. Pero ésa es otra historia.

Zúrich

Cuando Platini pasó por mi lado le vi tenso, molesto. Aparte de lo engorroso que debe ser para una celebridad que todo el mundo te mire, cuando menos de reojo, y aparte del stress que debe suponer ser el presidente de la UEFA y no descansar en estas fechas ni para ir al baño, no las tenía todas consigo. Platini, el máximo goleador en un torneo de Eurocopa hasta la fecha -en aquel año en que llegamos por última vez a la final-, es consciente como muchos del cambio de generación en la selección bleu, que no acaba de producirse pero tampoco presenta una alternativa solvente. Les falta, dicen algunos, un diez. Les faltan, dicen otros, dos o tres jugadores que acompañen al talentoso (que no efectivo) Ribery y al brillante (que no consagrado) Benzema.

Sonó la Marseillaise y los galos la acompañaron a pleno pulmón, "Marchons, marchons!", pero en ello debieron desfondarse, porque el resto del partido parecieron espectadores de la Opernhaus zuriquesa. Sonó el himno rumano y los transilvanos la tararearon, pero debió ser sólo para calentar, porque luego convirtieron el pequeño Letzigrund en una caldera. Francia comenzó atacando sobre la portería poblada por aficionados amarillos, y se encontró con un rival flojo en vanguardia, duro en su segunda línea e infranqueable atrás. Pero sobre todo se encontró con que la última línea estaba formada por un bloque de hinchas que, exceptuando los primeros minutos (de incertidumbre) y los últimos (de verdadero acojone), no dejó de cantar, presionar y animar.

Bajo esas circunstancias, con el creciente bochorno sobre la capital germano-suiza, los once vástagos de San Luis quedaron adormilados, arrullados por los once biznietos de Dacia. Y el resto de los espectadores, dentro y fuera de la ciudad sede, quedaron igualmente amodorrados. Ningún gol en la tarde y a casa con cierta decepción en los labios. Los azules, porque esperaban arrollar y se quedaron con muchas dudas y un calendario complicado; los amarillos, porque en su ensoñación tras la grandísima clasificación para esta fase final esperaban continuar con su racha.

La tarde se deshizo poco después mientras naranjas y los azules campeones se preparaban para el primer asalto. A ninguno le había caído mal el resultado de la tarde, pero Italia pareció contagiarse de la modorra azulona. Y de lo que ocurrió en el partido no queda ya mucho que decir. En Berna, sin embargo, la marea naranja fue tan fuerte que hubo que abrir las puertas de la zona de fans a varios cientos de seguidores sin pase para dicha zona (cuestan entre diez y veinte euros), y la plaza del Parlamento suizo sufrió el mayor lleno que se recuerda en los últimos cincuenta años. En el estadio, también abarrotado, los oranjes celebraban como quien ha recibido un número premiado del Gordo. Y en el resto de este país, donde los italianos son casi una institución en número, cultura y soluciones gastronómicas, se gritó también alegremente tres veces, tres, antes de que pitara el árbitro. Quizá porque como todo campeón, Italia genera muchos contrarios. Quizá porque, en buena lid, les hacía falta una cura de humildad. Quizá -ya siendo malo- porque aquí, en el fondo, se sienten invadidos por los transalpinos. Y Suiza es muy orgullosa de su propio país y de sus usos y costumbres.

Invierno en junio

El sábado por la noche polacos y alemanes se encontraron en las calles de una pequeña pero hermosa ciudad de Carintia: Klagenfurt. La sorprendente cuarta sede es la gran desconocida fuera de sus fronteras. Ciudad (o pueblo engrandecido), entre comercial y universitaria, mayoritariamente católica como su muy cercana Eslovenia, con la que comparte región, población y clima, es discreta hasta la extenuación. Su gente se resiste al progreso que otros sitúan tras los nudos ferroviarios o los centros industriales, y disfruta de sus verdaderas fortalezas con frescura y templanza: frescura, por la naturaleza que la rodea y el continuo trasiego turístico que soporta; y templanza, porque a pocos kilómetros se encuentra el Wörthersee, un lago con la propiedad de, pese a encontrarse en mitad de los Alpes, tener las aguas templadas, hasta el punto de albergar campeonatos de nado con relativa regularidad. Del lago por cierto toma nombre el nuevo estadio.

Los alemanes celebraron ya desde sus estaciones centrales y otros puntos de partida una especie de continuación de su espíritu del mundial, una fiesta continua pase lo que pase, un orgullo festivo de ser alemanes y de poder expresarlo a las claras. Para una ciudad de apenas cien mil habitantes, acoger a 30.000 teutones de una sola tacada resultó algo agotador, pero por supuesto pudieron con ello. A unos cuantos no obstante la propia policía alemana, desplazada hasta el lugar, les ahorró la noche de hotel, y no pudieron disfrutar en la mañana del domingo del ambiente tranquilo y hermanado de estas dos aficiones que se sienten parte del otro casi tanto como se rechazan.

Los polacos, que poco a poco han recuperado un espíritu nacionalista no tan bienhumorado frente a los germanos, prepararon con dureza el partido, tanto en prensa como en los entrenamientos. Pero ese ímpetu se diluyó cuando vieron que en su arrojo habían adelantado demasiado la línea defensiva y los toros de la otra orilla del Óder entraban como hienas hasta el fondo de sus predios. Dos golpes de un hijo de emigrantes inmigrantes decidieron el encuentro dominical de esta entrelazada historia, pero sólo con un punto y seguido.

Poco antes se habían zurrado croatas y austriacos en la capital vienesa. Croacia, que se sabía superior, comenzó imponiéndose, y los austriacos, un equipo bastante joven pero sobre todo inexperto en grandes competiciones, parecía algo despistado y disperso. Las cosas cambiaron en cuanto los croatas marcaron y se echaron atrás, como si les diera miedo o vergüenza avasallar a los anfitriones, en su capital y ante su gente, en el primer y siempre tan temido partido y en una tarde tan calurosa. Así dieron la oportunidad a los alpinos de mirarse en el espejo, de cargarse de confianza y de pegar varios embates que casi les otorgan el merecido premio del gol. Por el camino, se dieron patadas, codazos y empellones, y el conflicto no llegó a más porque estos dos contrincantes nunca llegaron a verse como viejos enemigos.

Los austriacos compartieron por tanto aflicción con los suizos, que aún vieron caer a Federer estrepitosa e inesperadamente, y sólo consiguieron lamer sus heridas con el doble podio de BMW-Sauber. Sauber es un constructor suizo. Kubica, un piloto polaco. Los austriacos ya están deseando que llegue el invierno.

La primera vez

La primera vez es para algunos dura, para muchos excitante, para la mayoría un misterio y para casi todos una decepción.

Duro fue para Turquía sentir cómo Portugal la desnudaba en un primer arreón de pasión apoyado en un físico deslumbrante. Portugal mezcla juventud y experiencia, sabe de qué va el juego y tiene hambre, mucha hambre, y algo de arte en sus filas. Además en Suiza se encuentra en su segundo hogar, pues hasta aquí emigraron varias decenas de miles de sus hijos, y aunque en Ginebra sé que positivamente no son muchos, a la capital de la Suiza francesa apenas les costó llegar a muchos de esos miles para inyectar ilusión en sus venas. A diferencia de nosotros, la madre lusa nunca se ha visto favorita, nunca se ha creído más de lo que es, y por eso acomete este romance sin el lastre de relaciones anteriores que podrían haber sido las de su vida. Tan segura como estaba, jugó incluso un momento con su amante, la dejó acercarse a sus labios, para asestarle finalmente un segundo golpe que fue el definitivo. Para los verdirrojos, la primera vez nunca dejó de ser excitante.

Un misterio resultó para Chequia, ya desde que conoció su emparejamiento. Cohibida por estrenarse en casa de la anfitriona, nunca supo qué esperar. Porque Chequia y Suiza se citaron por fin en la alcoba, después de hablar del otro durante días a sus amigos y amigas, sin hablarse directamente entre ellos, pero dejando que el otro oyera y se oyera. Como los enamorados, que sólo oyen lo que quieren oír, y dicen lo que el otro quiere escuchar. Los prolegómenos eran hermosos, en los medios y entre jugadores, entre políticos y entre aficiones. Se habían preparado para esta primera vez y querían que fuera una fiesta. Para Chequia, después de todo el aparato, lo ocurrido y lo que vendrá en el futuro sigue siendo un misterio.

Y para Suiza fue una decepción. Se batió desde el principio con la frescura que tienen las mujeres de esta tierra, con una presencia estilo Kim Novak, un cuerpo sensual y voluntarioso, pero en los momentos en que tocaba morder mostró su cara pudorosa. Además todo le salió mal en la cita. A los postres de la inauguración se había quedado con apetito, se rompió un tacón en un primer choque, en un descuido se le hizo una carrera en la media y al poco había perdido la ilusión y la esperanza. Es curioso, pero para los suizos fue más dolorosa la retirada de Alex Frei con una lesión ya temida que el gol recibido en contra. Esto último, al menos, aún tenía solución. En las calles, la sensación en el intermedio era de tremenda decepción, y sólo al poco de ver que el otro ya había tenido su orgasmo hubo un atisbo de rabia porque nada podría haber salido peor. Sin embargo, los que son de aquí pero no son hijos de Guillermo Tell no sintieron furia alguna, y los que sí lo son poseen una naturaleza tan moderada, tan correcta, tan formal, que consiguieron contener todo exceso de emociones entre su piel y sus vestimentas.

La conexión televisiva con Basilea terminó y el primer anuncio no fue el de Freixenet, ni el de Coca-Cola: fue el de la final parisina de tenis, donde un suizo, aquí más popular que la flor del edelweiss, juega contra un español. La nube gris sobre este país parece destinada a quedarse aún unos días.

Erlebe Emotionen

Se abre el telón en Basilea, la que será capital suiza del fútbol en las próximas semanas, la sede más querida por la UEFA para esta Eurocopa, con seis partidos. Y lo hace probablemente por su situación geográfica, encajada como está en la esquina suiza que da por igual a Francia y Alemania. Y pese a tener un estadio catalogado con sólo cuatro estrellas, pese a ser ya capital tanto de relojeras como de empresas químico-farmacéuticas, pese a su discreta posición administrativa frente a Berna y económica y poblacional frente a Zúrich o Ginebra.

Tierra de obispos cuyos cetros jalonan su escudo, Basilea se ha distinguido por Concilios, pestes, exposiciones artísticas y un equipo de fútbol contestatario. Porque aunque la Axpo Superleague suiza sea entre las europeas una liga menor, el F.C. Basel, equipo blaugrana del que tomó sus colores el fundador de cierto equipo catalán, se ha hecho hasta el momento con doce títulos nacionales, dos de ellos a primeros de los setenta gracias a un delantero pichichi llamado Ottmar Hitzfield y nacido a menos de veinte kilómetros, pero al otro lado de la frontera. El mismo Ottmar que condujo al Bayern de Munich a grandes éxitos a finales de los noventa y en 2001. El mismo que se hará con las riendas de la selección suiza al final de esta Eurocopa.

Si no antes, puesto que Kobi Kuhn, míster y mítico jugador suizo, tuvo que llevar hace dos noches a su esposa al hospital, aquejada de un derrame cerebral, y parece que no será capaz de superarlo. Es el último revés para la selección de la anfitriona, que en los últimos dos meses ha visto cómo sus principales estrellas se partían ligamentos, intestinos y huesos. Para la inauguración estarán todos, pero no apuesto gran cosa por ellos: Alex Frei, el nueve, con distintas lesiones menores este invierno, quizá consecuencia de su operación de cadera en 2007; Tranquilo Barnetta, el líder del vestuario y jugador más carismático, aún con el tobillo débil pese a los numerosos desmentidos; y Senderos, central gigantesco, empequeñecido por sus errores en la Champions, que le valieron incluso una depresión tras la eliminación frente al Liverpool de Torres.

El ánimo de la nación está sin embargo para los estándares de aquí por las nubes. Esas mismas nubes que cubren el país desde hace tres semanas, hago frío, calor o bochorno. Y a las que tendremos que acostumbrarnos probablemente al menos en esta ronda inicial. Para una de las pocas naciones que nunca ha ganado un partido en una fase final, el creer que esta vez sí, aunque sólo sea por su papel de anfitriona, ya les permite estar satisfechos con su escuadra. Si bien los suizos no necesitan gran cosa para estar muy orgullosos de su patria, surgida de la resistencia ante grandes imperios, de la astucia y la discreción de gente de campo, y, según el mito, de una flecha de ballesta que atravesó cierta manzana, aunque a la Historia ya la evocaremos.

Quizá el ánimo sea por otro lado elevado porque la República Checa está a menos de cinco horas de coche (palabra checa, por cierto), y ésta es su rival, y los checos tienen las checas y no son prisiones. Y porque estos partidos de inauguración suelen acabar en empate, y a las dos selecciones, empeñadas en querer ocupar el segundo puesto, les vale. Y porque el otro partido de la jornada, Portugal frente a Turquía, será un duelo y una fiesta en las calles de este país y de Alemania, llenas de inmigrantes de uno y otro lado, aunque en Ginebra no me consta que haya muchos de uno u otro colectivo. Ay, Ginebra, mujeres así se merecen un post aparte.

De momento, dejaremos que se abra el telón en Basilea, para seguir el guión de esta pieza dramática, con final feliz sólo para un afortunado: "Erlebe Emotionen", nos propone Platini. Intentaremos sentirlas, monsieur Michel.

 

Crónicas Helvéticas

En el último viaje desde Madrid me he traído un par de fotos antiguas, unos calcetines que no son míos y el encargo, asumido voluntariamente, de escribir mis impresiones sobre la Eurocopa para unos amigos.

Acometiendo esta tarea me siento como un donador de semen: ahora mismo me toca esperar 72 horas hasta poder entregarme, otra vez y a la vez, al placer y al compromiso, a la notoriedad privada y al anonimato, a la obra creadora y al gesto insignificante. Pero lo hago con ilusión, con la sensación de que me divertiré y volveré a cogerle vicio, y de que dentro de dos o cuatro años miraré hacia atrás y pensaré: debería haberlo hecho mejor; o bien ¿volveré a alcanzar ese nivel, por pequeño que sea?. Todo depende de lo que me quieran las musas, de lo que me respete este clima alpino tan húmedo como cambiante y de lo que me acerque a un ordenador sin más presión que la de soltar lo que llevo dentro, que la edad ya va dejándose notar.

La vida, que tiene estas vueltas, o más bien estas idas y venidas, me vuelve a colocar en un país sede de fútbol en junio. Esta vez no es el segundo acontecimiento deportivo más visto del mundo, sino el tercero. Esta vez no es con treinta y dos naciones, sino con dieciséis. Esta vez no es con doce sedes, sino con ocho. Esta vez ni siquiera hay partido por el tercer y el cuarto puesto, y los estadios en general no alcanzan la mitad de asientos que sus predecesores teutones.

Y sin embargo este torneo presenta una emoción intensa de la que no me puedo sustraer, y tengo las mismas ganas que hace dos años de que comience a rodar el balón. Esta vez será el sábado en el Sankt Jakob-Park de Basilea, de Bâle, de Basel, y Gloria, que así se llama el cuero, emprenderá entonces un viaje con diecinueve paradas y fin de trayecto en el Ernst Happel de Viena, cuando los días sean tan largos que en Austria y Suiza clareará hacia las cuatro de la madrugada, y no anochecerá hasta bien entradas las diez de la noche.

Nosotros, si queréis, nos vemos por el camino. A esta primera invita la casa.

Bär Lin (y fin)

Y por fin, Berlín. De acuerdo, una semana después de la final. Pero el mismo Berlín. Con la misma fiesta ocupando la Avenida del 17 de Junio. Con la misma Victoria de sonrisa etrusca sobre el parque, observando la misma aglomeración de hombres (y mujeres) en torno a la alegría no espontánea, forzada. Con la misma caricatura de un millón de peterpanes sin nocilla. Porque en este animal de 50 kilómetros de lomo, el tiempo pasa y lo transforma todo, para que al fondo del río nada cambie (perdón por el lugar común).


Berlín fue este fin de semana – como siempre – una ciudad desdividida, capital de una Europa central descabalgada, aún con cierto rapto quizá por la nostalgia en penumbra, o por el brillo plateado de su atmósfera. Fue la misma ciudad sin centro, pero con cinco barrios clamando su condición de “Mitte” (=”Centro” en alemán). Con un cielo que es personalidad propia, un suelo histórico bajo los pies, un bosque de grúas sesgando edificios históricos y una selva de poleas elevando esfinges de la arquitectura ultramoderna. Berlín indefinible, indescriptible, inabarcable en el monolito de los epítetos.

 

Berlín es desde hace ya una década la reconstrucción de lo que quiere ser, a imagen y semejanza de lo que no es. Es un carisma fascinante que no se asume a sí misma, que protesta porque sí y porque no (en 2005 registró un promedio de seis manifestaciones al día). Es una obra continua (mental y física, pues pareciera que algún político de Madrid tuviera primos en la capital de Prusia). Es un pueblo levantando muros, queriendo tirar los del pasado, luchando contra otros que no existen, regocijándose en su protagonismo con desdén y maldiciendo ese glamour que otros le colocan. Es una ciudad que echa de menos el confort de sentirse desgraciada, y una ciudad desgraciada que blasfema sobre su propia prosperidad.

 

En ese ente tan confuso se celebró la final. En una ciudad donde tú importas una mierda y el fútbol menos, donde Superman se estrella contra el suelo y certifica que los superhéroes también tienen algún mal día, se celebró otro día para la historia. Porque millones de personas volvieron a mirar hacia el Spree, volvieron a asomarse por encima del hormigón armado. Queriendo ver cómo el oso, ya sin cadena, pretendía ser un circo ambulante.

 

Pasado el frenesí, pasada esta resaca, quedaron sólo las fotos para la felicitación y para la polémica. Para la demonización del criminal victorioso y la expurgación de los pecados del zidassessine. Para la búsqueda de la contrahistoria, del no admitir lo ocurrido, del asumir la victoria del destino como un mal injusto y pendenciero. Sin saber que Berlín es, si es que es algo, una suerte imprevisible, un engaño a los espejismos, un oasis que existe y no vemos, y cuya agua al humedecer asusta a los poros que la desean.

 

El fútbol no supo que la ciudad del oso y el muro, de la cúpula de luz en el techo del Reichstag y la caja negra en su sótano, del pasillo aéreo y el túnel hacia el búnker, de nacidos en tiempos de guerra y caídos en tiempos de paz, esa ciudad, ese bicho viviente, no tiene leyes escritas, ni una ley empírica que tome asiento en sus calles, ni una costumbre que haga jurisprudencia en sus centros.

 

Ganó la cispadana, Italia si d’esta, rojo blanco verde flotando en el cielo azurri, fiesta hasta el amanecer. Y Berlín refrescado en el aire. Deconstruyéndose el domingo de noche para reempolvarse la nariz al viernes siguiente.

En este impás que es Berlín, en este final que de nuevo empieza, vinilos y poses se confundían ya ayer para la foto, y yo miraba sobre mi resaca hacia el final de un viaje. Como si hubiera llegado al hogar. Como si fuera a abandonarlo para volver a él mil veces.

- Nos veremos de nuevo, Berlín.

- Hasta siempre, muchacho.

Azules

La noche del martes en Dortmund fue impresionante. Me cuesta describir los ambientes a estas alturas de la competición sin repetirme, pero el de anteanoche era claramente diferente a todos los anteriores. Alemania jugaba en su fortaleza inexpugnable, eso que los ingleses se empeñaron en colocar en Wembley, los franceses en Saint-Denis y algún hispano en el Sánchez Pizjuán. Y los italianos, tanto los venidos del Sur de los Alpes como los inmigrantes de segunda y tercera generación en tierra teutona, tanto los vestidos con su elástica como los que vestían sólo camiseta interior en sus hornos de pizza, tanto los que no hablaban alemán como los que dominaban a Heinrich Heine, estaban rabiosos. Querían ganar. Querían ser los de siempre.

Los de azul ofrecieron su cara más bella. La de la técnica, la lucha, la fuerza de carácter y la paciencia. Y al final se llevaron una justa recompensa. Por hacer bien lo que saben hacer: vender al productor su propio producto en su propia casa.

En lo externo al deporte, la tarde se había achicharrado bajo el fervor popular, de uno y otro bando. El tren hacia Dortmund era una carreta del Rocío, lleno de polvo, de más personas de las que cabían, y de un río de botellas (no tercios) de cerveza, en continuo trasiego las más, en vacío potencial todas. Al abrirse las puertas en cada estación, varios frascos caían a las vías, y a nadie parecía importarle el casco, que en este país aún se devuelve.

La “milla de hinchas”, la zona habilitada para la fiesta de los que van a entrar al partido y de los que no, estaba igualmente saturada. Si alguien ha estado en la Plaza del Ayuntamiento de Pamplona para el chupinazo, puede hacerse una idea aproximada. Durante el partido, los alemanes se fueron desencantando poco a poco, y los italianos mostraban su hambre, su ansia, y su certeza.

Tras el partido, el desencanto se transformó en ira, y el hambre en tensión, y hubo cruces, de los que no dan para salir en prensa, pero sí para que los presentes no olviden. Para mí quedó claro que, mientras este país tenga tan interiorizada su culpa frente al mundo y la historia, mientras tenga tan arraigada la necesidad de distanciarse de su pasado, mientras siga cayendo en el vicio anglosajón de ser políticamente correcto, seguirá viviendo en este estado de bienestar que goza desde su particular “milagro”. Pero si un día lo olvida, si un día el bienestar se rompe del todo, si un día compara entre antes y después y pierde su complejo de diablo, será el mismo pueblo sin social skills, venerador del orden y la firmeza, que un día fue y que quizá nunca deje de ser.

Las cispadanas, alguna gigante y con el rótulo “Forza Italia”, colgaban orgullosas de balcones, escaparates, y techos solares opcionales, y a su vista, sus comilitones se ponían firmes, saludaban con las bocinas, agitaban con sus brazos y espantaban sus gravedades hacia el cielo. Desde algunos balcones, las blasfemias ladraban contra el vencedor, sin más fuerza ni razón que la frustración, sin más remedio que la resignación.

Ayer Alemania amaneció, como si en este país no se hubiera celebrado evento alguno durante el último mes. Como si hubieran vuelto al ensoñamiento, salido del frenesí y retomado la cadencia del día a día de siempre. De hecho, hasta bien entrado el día la mayoría había olvidado que también se juega por el tercer puesto, y el que era preguntado por la noche anterior respondía en términos de no tener pasión alguna por algo tan tribal e insignificante. Si rascabas un poco más, salía entonces la superioridad moral, que no es más que el recurso del que no entiende que ha sido de facto inferior, por mucho de iure en que incurras.

Así, lo de anoche entre lusos y francoadoptados fue insípido, soso y previsible. Y el que volvieran a ganar los azules no supuso más que una repetición del guión. Eso sí, esta vez con todos contentos. Todos azules.

Cuarto de menos

El sábado era un día de piscina en Alemania. La hora de la siesta era soporífera y la gente miraba con cierto desdén un partido tosco junto a sus copas de helado y sus cafés con hielo. He de aclarar que los alemanes se trincan los helados en julio igual que en diciembre, con alegría y galletas de barquillo, y pretenden con esos lácteos refrigerados convertirse en Peter Pan y volar hasta las playas de Pukhet o Pattaya por tres euros y medio con nata.

Los ingleses preferían refrescarse con cebada, los portugueses con mangas cortas y las portuguesas con camisetas remangadas hasta el esternón. Total, viendo el ejemplo que habían dado las alemanas el día anterior, cualquier desmelenamiento luso era descafeinado y con hielo. En un lance del partido, ellas y ellos saltaron de alegría, pero el cabezazo había sido producto de una posición irregular e igual que subieron, bajaron.

Con mi novia quemada por el sol, nos recogimos en el ático de su usufructo. De nuevo, afuera, los rivales acudían al frontón de los once metros. Y ocupados en el after sun del baño, sólo pudimos intuir que al final ganaba Portugal: tantas bocinas no podían celebrar un triunfo de la Pérfida. Ya comenté además en mi inserción desde Hamburgo que habían aparecido sorprendentemente numerosos portugueses en estas tierras. Son gente por lo general reservada, humilde, pero en esta ocasión tienen motivos para mostrarse al mundo, y lo hacen en gran número, con alegría, frescura y humildad, lo cual se agradece.

Sobre todo porque a la noche llegó el duelo entre dos prepotencias. La una venida a más, crecida por imprevista, sobre todo porque los nuestros les dieron más que aire, helio. La otra venida a menos, relajada y fofa, con dioses con pies de hueso y la cabeza en el limbo. En una terracita al borde del Ruhr, los alemanes observaban abominados cómo Francia le daba un repaso a Brasil, con una ocasión tras otra, sin prisa pero sin pausa.

Era una situación extraña para ellos. Querían que Brasil llegara lo más lejos posible, para disfrutar con las fiestas posteriores a los encuentros, para seguir soñando con una revancha de lo ocurrido en Japón y Corea, para que el partido del sábado fuera un “Deutschland’s living a celebration” de principio a fin. Pero por otro lado temían con fiereza a la canarinha, no querían perder en la final, no podían pensar en un “Schluss” tan cerca de la gloria.

Querían también que Francia muriera por el camino, que no mostrara tan buen juego, que no diera tanto miedo. Que los franceses no sacaran, ahora que ya pueden contar victorias, la puñetera “bleu” a la calle. Que no pitaran más noches, que no cantaran sin armonía (increíble que nuestro país vecino haya dado tantos astros de la “chanson”). Y al mismo tiempo querían que Francia eliminara al ogro, que devolviera los espíritus a las playas de Paraty, que pusiera el fútbol en los estadios y la samba en los sambódromos, cada cosa en su sitio como es precepto en este país.

Así que, en cualquier caso, los alemanes acabaron el sábado con sensación de pérdida. No puedo imaginar cómo serán las cosas mañana si esta noche no triunfan. La “schwarz-rot-geil” (“negro-rojo-cachondo”), que cuelga de los balcones, que se erige sobre los coches, que se zarandea en los retrovisores de los tranvías, que envuelve los expositores de productos de cosmética, quiere campear una semana más.

Esta noche se celebra el primer partido del siglo.

Cuarto de sábado

Es viernes por la tarde, se acerca un tren vacío, a una estación desierta. El tren se detiene, abre sus puertas, subo y elijo tranquilamente mi asiento. El vagón no lleva pasajeros. En estos momentos, todos los potenciales viajeros están frente a una pantalla de televisión. El suyo, o el de algún comerciante o restaurador. Se estima que en 2002, el 63% de los alemanes aprovecharon el mundial para hacerse con un televisor nuevo en su hogar o negocio. En esta ocasión, la estadística es imposible.

Así que todos están viendo cómo los suyos reparten estopa a diestro y siniestro. Con la connivencia del imparcial (aquí no se habla de “trencilla”, sino de “unparteilich” – “imparcial”), están realizando un juego duro con el que intentan sacar a los argentinos de sus casillas. Y aún así, Argentina ha marcado. Y ha estallado el silencio. En otros países, la muerte quizá sepa a llanto. En Alemania, a silencio. Un silencio sin sal, sin azúcar, sin textura. Tan rotundo como pesado, tan aséptico como abrumador. Un agujero negro que se come el dolor y se consume a sí mismo.

 

Paso por el centro comercial. Un chaval de blanco y negro, éste último color de adopción, se parte el pecho en la gran pantalla por alcanzar su diana. La del éxito personal, que conduce al colectivo, rara avis. O quizá sólo en España. Al fin consigue su objetivo, y se libera toda la energía acumulada. Casi un millón en Berlín, casi cien en el centro comercial, los gritos son más de liberación que de éxtasis.

La oportunidad se abre en forma de once metros. Es curioso este paredón, en que el pelotón de fusilamiento puede perder la guerra. Yo decido obviar el duelo, y cojo un coche prestado: si llegamos al restaurante mientras resuelven su suerte, cogeremos la mejor mesa en plena balconada. Por el camino, en la avenida, van saliendo a la calle los gritos, en frecuencia impar. Con el último, salen acompañados a un lado y a otro de barrigas desnudas, imberbes, carnosas, colgando de unos brazos en alto en botes arrítmicos.

Su Cerbero ha frenado al destino casi a las puertas del infierno. La muerte ha cambiado de bando. La noche va a ser larga y ruidosa.

Pero el ocaso sobre el lago Baldeney me recuerda a Schiller y Goethe, y nos hace olvidar a tudescos, ítalos y sparrings. De los segundos aún quedan por decir muchas cosas.

De los golpes

Vaya por delante que no acumulo de anoche sentimiento alguno de ira, decepción o fraude. Los campeonatos son así, y el que juega mejor y / o mete más goles pasa a la siguiente ronda. Ayer no jugamos mejor que nuestro contrario, ni tuvimos tantas ocasiones como él, por lo que en justicia también la metimos menos. Y caímos.

 

Antes del encuentro, acumulaba un pálpito extraño de que sufriríamos, pero al final saldríamos triunfantes. Y a la esperanza de ganar se añadía la ilusión de que, de alcanzar la siguiente ronda, viajaría el sábado a Frankfurt con dos entradas de lateral. El pálpito se fue disolviendo suavemente, indoloro, cuando veía en cada lance del juego a un equipo temeroso, excesivamente pacato frente a un contrario más ávido e inteligente. La coraza que tengo hecha de un pasado reciente rojiblanco me permite ver con cierta distancia los despropósitos balompédicos, y el de ayer fue un remake de una peli cien veces vista, cambiando el gualda por el blanco y el blanco por el gualda.

 

Así que, a pesar del segundo golpe francés, pude disfrutar en un bar con demasiados contrarios y muchos colegas de mis hipótesis en forma de golpe de suerte, como quien hace la primitiva sin más compromisos. Y de mi dominio del provenzal, que me permitió bajar los humos a todos los no-galos franceses que, tan atemorizados como nosotros, sólo supieron cantar con la ventaja en el marcador, y celebrar al perro viejo cuando éste remató a un toro abierto por sí mismo de cerviz . Gloire supporters en dialectos magrebís...

 

Para el anecdotario: uno de los nuestros aún aplaudió al final del partido, y yo cortésmente le cogí de las manos, con suavidad, para no violentarle, y me mentó la “deportividad”. Con cualquier otro equipo sí, pero con éstos no. Mencionó el “saber perder”, y yo le dije que no tenía que ver. Cinco minutos después, cuando los franceses demostraban no haber sabido ganar, y desde un coche se escapó un “gitanos” dirigido a mis visitas, abanderadas, y a mi persona, encamisado, ese mismo compatriota, tan cortés y formal, tan políticamente correcto siempre, se volvió iracundo con un “gitanotuputamadre”. De las risas que nos echamos aún nos sentimos triunfantes.

Y en ese orgullo, de lo que somos y de lo que podríamos ser, los golpes de ayer fueron nimios. Aúpa la rojigbluanca.

Cuando los ángeles lloran

Hoy me cuesta enfrentarme al teclado tras un fin de semana tan intenso. Aprovechando una visita, partí para tierras belgas el sábado muy temprano. Allí, a tan pocos kilómetros de distancia de 20 millones de alemanes, nadie se juega nada, y en la Grand Place de Bruselas el foco de atención de este entretiempo son las bodas, y el de siempre los mejillones al vapor. Entre los bramidos de los ángeles del infierno (que escoltaban una limusina) y los ruidos de las cazuelas con moluscos, me pareció oír a los fantasmas de unos hinchas rojiblancos pretéritos, largo tiempo nunca más vueltos.

Gante está un poco más hacia el oeste, y en sus empedrados perdí noción de día, fecha y ritmo circadiano. Tras más carretera, alcanzado el Finisterre belga, sólo me quedaron ojos para el mar, cerebro para la brisa y brazos para mi novia. Mientras Alemania pasaba su rodillo por las esperanzas albinas, yo viraba hacia el norte y veía molinos de viento, estuarios, campos de tulipas marchitos y fanales brillando sin estar encendidos.

Así llegue a mi hotel en Delft, un pueblo cercano a Rótterdam, ya en tierras flamencas. La ciudad del Feyenoord me devolvió al “qué-estará-pasando”, y llegué para ver, en una pantalla de mi hotel, como un Tri tocaba lo justo para que pareciera gol de su adversario. De reojo presencié luego cómo ese adversario sufría más de lo esperado, y me perdí al final la confirmación de que nada cambia: uno de los nuestros brillaba en su zamarra, tanto como en la mía se encoge. No le culpo.

La cama me acogió con gusto, y la mañana siguiente con placidez. Tras el paseo matutino, me atreví a coger más carretera: Amsterdam volg route A4. Y alcancé así de nuevo a oír voces pretéritas en vahos a rayas, y el Arena me saludó al paso como las vacas ven pasar los vientos.

Ayer, como es natural, el Barrio Rojo era anaranjado, y las caras, relajadas y amistosas, eran sonrisas de derrota, de las que sirven para alejar a los miedos pequeños. A la hora en que los de la Pérfida doblegaron a los de Ecuador, los ángeles de Guayaquil, que ya han visto perder a los suyos frente a Tupac Amaru una vez, frente al español, dos, y frente al dólar un día tras otro, comenzaron a llorar en su marcha de tierras teutonas.

Y lloraron. Desconsoladamente. Sin remedio. Toda la tarde. Como quien deja el cementerio tras el sepelio. Como quien deja la casa tras la ruptura. Y lloraron sobre las Tierras Bajas, hasta que la sonrisa naranja parecía ir a difuminarse en los chorros. Y su llanto tiró de los nubarrones hasta las teces oranjes, y se encargó de compartir suerte, y convirtió la sonrisa en saladura, y la esperanza en partida.

Mis visitas y yo atravesamos la tormenta con la indiferencia del ajeno. Volvimos a nuestra tierra, nuestro cielo y nuestro purgatorio. Y esta mañana, al despertar, si es que aún he despertado, creí que era viernes, de tan agotado que estaba, y sentí que era la víspera de un día importante. Espero sentir lo mismo al final de esta semana.

Hacia el final del principio

En esta parte tan al norte de Europa, el sol aparece por el horizonte bastante antes de las seis de la mañana, y a las ocho está tan alto que contrae las pupilas hasta el daño. A esas horas, los ingleses ya estaban el martes preparando alcohólicamente su partido frente a Suecia. Y así pasarían más de 24 horas, preparando el partido incluso después de jugado.

Ese mismo martes amaneció Alemania pensando en su partido contra Ecua-tor (en alemán, "Ecua-gol"). Tanto, que oficinas, empresas y administración cerraron una hora antes del encuentro, y el Bundestag canceló sus reuniones previstas. Incluso los verdes, que son la sección snob de Alemania y presumen de no preocuparse por cosas tan banales como el fútbol, cancelaron sus ruedas de prensa y dejaron un cartel pidiendo que, para cualquier información, se esperase “al intermedio del partido”.

Alemania cumplió y la alegría nacional se dejó ver intensamente hasta la hora de la cena (no más tarde, que al día siguiente había que trabajar). La nación se volvió a pegar al televisor con la cena para conocer a su rival de octavos y respiró tranquila al saber que será Suecia, un rival con dos caras pero ninguna tan feroz como la de los pross. Los ingleses, pese al empate, quedaron primeros de grupo, y pese al alcohol tampoco la liaron mucho.

Madrugar el miércoles en Colonia e ir a trabajar fue un ejercicio de equilibrio. Evitar a los anglos que dormitaban en medio del carril bici, acceder a los andenes de la Estación Central sin tropezar con un saco de dormir o una minitienda de campaña, y hacerse con un café en una fila de camisetas alirrojas basculantes sin tocar un solo milímetro de piel de las islas, fue como pasarse todas las pantallas del Doom II sin pegar un solo tiro.

El día, por lo demás, fue muy tranquilo, hasta el encuentro entre albicelestes y oranjes. Los alemanes, que no pueden soportar a sus vecinos, tampoco apoyaban claramente a Argentina, y ni unos ni otros supieron decantar el partido para uno u otro lado, pese a mostrar sus fortalezas. En el intermedio, un imprevisto me obligó a dejar el restaurante donde cenaba con otros españoles, y el taxi que me llevó a la estación de tren me llevó por los peores barrios de la ciudad de Düsseldorf, sita entre Colonia, Gelsenkirchen y Dortmund. El antiguo pueblo junto al Düssel es hoy una ciudad señorial, de altísimo estatus económico, con un parque automovilístico envidiable, una milla de boulevard de compras de las marcas más exquisitas y otros detalles curiosos. Pero en el taxi, a través de los barrios bajos, asistí a un despliegue de banderas, banners y pancartas inusitado, en que el schwarz-rot-gold se mezclaba con el blanco de la Federación Alemana, los escudos redondeados con las águilas federales, las paredes de yeso con los balcones de cristal sucio y los relámpagos de los televisores baratos con la oscuridad de habitaciones vacías.

El ambiente de colorido y fiesta, tras la celebración del martes, va retirándose y dejando paso a otro, más denso, más duro y más tenso: el del torneo del k.o.

Schwarz-Rot-Gold (Negro-Rojo-Oro)

La bandera alemana es estos días omnipresente. En los balcones, en las pantallas, en banderines cuyos mástiles se fijan a las ventanillas de los coches (el que tenga la patente debería escribir un libro sobre pandeo de producto). Su schwarz-rot-gold está en boca de la nación entera, y así se pintó la tarde-noche del lunes en que España se enfrentó a Túnez, en el Gottlieb-Daimler Stadion.

Stuttgart, el “jardín de yeguas”, sede de Mercedes y Porsche y puerta norte de la Selva Negra (estupendo paraje natural entre la Alemania industrial y los Alpes), no es tan grande ni tan pequeña, tan rural ni tan urbana. Tampoco es normalmente muy alemana, la verdad, y mucho menos lo era el lunes, repleta como estaba de toreros y mariachis.

A doscientas millas al norte nos concentramos más de 20 españoles, para los que había reservado horas antes sitio en el pub irlandés del Ayuntamiento. A nuestro alrededor se congregaron multitud de ingleses que ya estaban pensando en martes. Y si durante el día habían caído dos trombas de agua universales, la tromba de cánticos Chelskis que tuvimos a la espalda durante toda la noche fue pareja.

Negro – a partir del pitido inicial, y más aún a partir del minuto 8. Los españoles salieron con miedo y nos lo transmitieron en seguida. Una de las nuestras, de novio tunecino, agitó sus tetas despezonadas con el albur magrebí, y todos supimos que habríamos de sufrir. Y vaya si sufrimos. Sobre todo yo, si se me disculpa el egocentrismo, porque me tocó al lado uno de esos hinchas pesimistas, como los que se sientan justo tras de mí en el Calderón y continuamente están diciendo: “ya verás como ahora la perdemos y nos marcan”, o lápidas por el estilo. Me mantuve firme, no obstante, en la fe, y el intermedio llegó en un parpadeo.

Rojo – no sólo los cartagineses inundaban ya entonces de rojo el ambiente. Los suizos, que bajaban de su triunfo en el templo de Westfalia, empujaban para no encontrarse con nosotros en octavos. Nosotros, por el contrario, seguíamos empujando, los chelskis cantando y, por nuestro otro lado, unos hinchas del Liverpool analizando en doble bemol. Luis hizo bien su trabajo, me sorprendió gratamente con el jerezano (a quien yo veo sobrevalorado) y al fin, éste la lanzó, el niño la dejó pasar, el crío la pegó, y el viejo fue perro y mordió.

Oro – tardamos en saltar del banco de madera, pero lo hicimos con ímpetu extremo. El niño cambió de pie para hacer el segundo y entonces me rompí dos cuerdas vocales, las que usé para rozar el bajo cielo renano. Y entonces llegó la eternidad, la que antes había transcurrido en un suspiro, y al niño le traicionó la responsabilidad, la que le agarrotó la espalda, la que sacó una mano previsible para despejar su disparo.

Y es por esto que en la noche del lunes, un hombre triunfó doblemente. Porque al poco volvió a hacer un envite la responsabilidad en su cogote. El niño apartó a los subalternos, se giró, y miró a su carga a los ojos. El espejo de su alma expresaba un miedo cerval, un escalofrío, un latigazo de gravedad y fatiga. El niño estaba en su penúltima batalla frente a la muerte, y es ahí donde los valientes triunfan. Porque vences a la muerte para luchar de nuevo en breve contra ella. Porque eres valiente si te enfrentas, héroe si la hieres y dios si la derrotas. Porque la muerte, en el fondo, lucha desde tus adentros para derrotarte desde fuera hacia adentro, desde el átomo hasta la masa.

El niño empujó desde el fondo, allá donde el alma guarda sus últimas reservas. Escogió fuerza frente a arte, y descargó inmisericorde. Y se le permitió transformar la noche en oro, que es como los dioses premian a los héroes. Y lo hizo, por todos nosotros.

Que los dioses le reserven la Gloria.

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