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Dejarse llevar

Después del último partido del Atleti contra el Depor, una de las crónicas empezaba diciendo “El Atlético, con Pepe Murcia al mando, no se deja llevar”.

El dejarse llevar me parece una buena forma de explicar uno de los males que aquejan al Atleti, pero no sólo aplicado al comportamiento de los profesionales del balón en el terreno de juego sino al club y su entorno, medios de comunicación adictos incluidos. El Atlético de Madrid de la era Gil ha pasado de una urgencia desmedida por conseguir triunfos a una formidable desidia.

Cuando Gil y Gil llegó a la presidencia del Atleti, ansioso por satisfacer su megalomanía, cometió el tremendo error de querer imponer sus métodos empresariales al mundo futbolístico y de este modo comenzó con el carrusel de entrenadores y jugadores en busca de inminentes resultados, que produjo unos vaivenes en la clasificación del club que, después de coquetear con puestos de descenso, concluyó con el sorpresivo logro de “el doblete”. Pero el doblete no se había conseguido por mor de una planificación deportiva coherente sino a base de dar palos a la piñata balompédica. Y así, este hito que, manejado con un mínimo sentido común deportivo, debió significar el establecimiento del club en la cresta de la ola perdida, también sorprendentemente fue el inicio de su etapa más herrumbrosa para paulatinamente ir perdiendo categoría hasta el descenso a segunda.

Varias fueron las causas de este deterioro, pero creo que no fue la menor de ellas la satisfacción del ego de Gil y Gil. Con el logro del doblete, había tocado el cielo, según expresión suya, y ya figuraría meritoriamente en los anales del fútbol patrio al mando de un prestigioso club: ¡ahí es nada!, ser el primer presidente de un club que en la misma temporada alcanza los títulos de liga y copa, en verdad situación muy meritoria y más para él que había tratado de enterrar el pasado histórico del club, remitiéndose, a su conveniencia, sólo a los últimos años que precedieron a su llegada. Satisfecho y henchido de orgullo deportivo, descuidó este aspecto dedicándose a su vocación favorita, la especulación a gran escala.

Los hechos posteriores al gran logro son tan recientes que no es preciso mencionarlos sino solamente señalar la decrepitud de un club que “se ha dejado llevar” por la incompetencia de unos dirigentes a los que ni les importa el Atleti, ni les gusta el fútbol, y sólo entienden, siendo generosos, de negocios ajenos al deporte. Primero el padre y ahora el hijo, sabiéndose ineptos en el mundillo futbolístico, no han buscado, como hubiese sido lógico, rodearse de entendidos en él sino que han abundado en crear espacios departamentales en el club dirigidos a la Imagen, la Comunicación y el Comercio -a la propaganda para simplificar-, pero ignorando la verdadera vocación de un club deportivo, el ser competitivo.

Se vendió que la segunda división era un infierno, luego, tras el ascenso, que había que estabilizar al equipo en primera antes de intentar mayores empresas, y de esta timorata manera ha llegado a un estado en el que domina el miedo y el desdén por la competencia. Se ha dejado llevar. Este Atlético ya no se revuelve contra la fatalidad; la herencia de la garra de los Griffa, Calleja, Adelardo y tantos otros se ha esfumado y se ha vuelto fatalista. Una fatalidad y una dejadez que súbitamente atrapa a las sucesivas incorporaciones a la plantilla, haciendo rendir a los que poseen alguna calidad –de los picapedreros de la pelota por hoy lo dejo- muy por debajo de su verdadero valor. Si los que tienen una cierta calidad dimiten en la entrega, el coraje y el afán de superación sino que, por el contrario, se vuelven indolentes, el fracaso está asegurado.

Esta actitud desidiosa igualmente ha alcanzado a la afición. Si hay algo que ha caracterizado tradicionalmente a los seguidores colchoneros ha sido la devoción casi religiosa por su equipo, la consciencia de que son diferentes, la fe para seguir animando en los peores momentos y el orgullo de proclamarse seguidor de un equipo que, sin ser el más potente, el más laureado o el más rico, si daba motivos suficientes de orgullo como para mantener alta la cabeza. Ahora, si bien conserva algunas de estas características, pienso que también ha emprendido el peligroso camino del conformismo y asiste resignada a una estable mediocridad. La ejemplar afición colchonera se agotó generosamente en el empeño de devolver a su equipo a la categoría que jamás debió perder; fue de tal magnitud su esfuerzo para revelarse contra la desgracia que, conseguido el propósito, cayó exhausta.

Parece que en los últimos partidos por lo menos se atisba un cierto espíritu de lucha, muy probablemente alentado por el cambio de entrenador, actitud frecuente de los jugadores de todos los equipos para eludir su responsabilidad. Es lo mínimo, calidad aparte, que debe exigirse a unos profesionales.  Esperemos que no sea un sólo destello de dignidad.

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