marzo 2006 - Artículos
Desde que el fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en una religión del éxito -y no una religión sin dios, como sostiene el erróneo título de una obra póstuma de Vázquez Montalbán-, la violencia acampa al pie de sus frágiles murallas. Como la victoria es un modo de atribuir prestigio a cantidades enormes de aficionados, ha pasado de ser uno de los posibles desenlaces del match a un bien demasiado precioso como para que lo disfrute cualquiera. (Suele reservarse para los equipos que poseen las hinchadas más nutridas.)
Esta utilidad marginal del triunfo en el fútbol y en otros deportes (generalmente los de club) ha sepultado, como digo, su condición de mero desenlace feliz y constituye una primera fuente de violencia porque corrompe la competición al alojar en su seno la injusticia. (Se intenta que gane aquel equipo que congrega en torno suyo el mayor anhelo de victoria.)
Pero no sólo son los forofos de los equipos que pierden (porque el árbitro se equivoca) los que se soliviantan, sino también y cada vez más los de los que triunfan, quienes quisieran pasar a mayores después de la última hazaña de su conjunto predilecto, ya que la trascendental victoria obtenida pide precisamente trascender el ámbito del juego y desembocar en la vida seria. (Los disturbios en las celebraciones de los títulos no tienen casi nunca por protagonistas a los fanáticos del equipo perdedor, sino que son los seguidores más exaltados del vencedor los que se creen con derecho a un plus de indulgencia social para con sus ansias de despacharse a gusto y arrasar el mobiliario urbano, perseguir a los transeúntes, saquear las tiendas…)
Desde que el entusiasmo es también -y sobre todo- el nervio de una industria, encalabrinar a las masas constituye una simple técnica comercial. A este respecto, las lamentaciones de los medios de comunicación cuando se producen incidentes son una muestra de hipocresía. Aquí, como en otros quehaceres y actividades, se está dispuesto a pagar la factura de la anomia y la destrucción con tal de que no decaiga el ritmo del consumo. (Los fabricantes de automóviles, por ejemplo, no cesan de encomiar la potencia de sus vehículos, si bien no ignoran que la rapidez de dichos ingenios vuelve inseguras las carreteras.)
Fondo de comercio y principal baza para mantener fiel al consumidor, la victoria -la idolatría de la victoria- ha desquiciado el deporte. Este ya no es una fiesta de la competición (o la competición transvalorada en fiesta), sino, como indiqué arriba, una fe religiosa con sus practicantes, sus santos, sus demonios y un único dios: el éxito. (Aquí también reina el monótono-teísmo que tanto aburría a Nietzsche.) Y si mermara la susodicha fe también lo haría la demanda de bulas y reliquias (elásticas, botas, llaveros, relojes, pins, posters…).
Pero la victoria deportiva ha llegado a lo que es hoy no sin el concurso de bastante gente. Así por ejemplo el crítico de fútbol ya no opera en cuanto tal: es en realidad un ideólogo del gran club (cuyo derecho al triunfo custodia) o el bardo que canta sus proezas. Los informadores tampoco informan de nada; esos empleados de la industria del acontecimiento son las correas de transmisión de la chaladura ambiente. (Se ha creído oportuno escoger a los comunicadores entre individuos con escasa preparación y tan hinchas del equipo en el que se han especializado como sus lectores u oyentes; ¡qué mejor médium de la euforia que un eufórico a sueldo!).
De manera que el fair play, que no es un requilorio más o menos anticuado del deporte sino su condición de posibilidad, se ha quedado sin auténticos guardianes. Es decir: nadie vela por la limpieza de la competición; nadie defiende la deportividad y nadie pone coto a los violentos, aunque, cuando éstos perpetran sus tropelías, cundan las voces de alarma; pero se trata de una alarma de boquilla, más apta para salvar las apariencias y desmarcarse de los vándalos que para poner remedio al mal. Lo prueba la prisa que se dan todas las instancias que rodean al fútbol en exonerarlo de la menor responsabilidad en la génesis de la violencia gamberril, cuando ésta se desata, declarándolo ajeno, incluso refractario a ella. (Es como si, después del hundimiento de un buque, fuesen indiscutibles su idoneidad marinera y la pericia de sus tripulantes.)
Tal desistimiento o tal complicidad, que no son de ahora, han creado una tierra de nadie por la que irrumpen los bárbaros. Y la usual expresión "Son cuatro locos (o cuatro sinvergüenzas, o cuatro desalmados) que no representan a nadie" es otro embuste. Fórmulas como: "Este es un partido a vida o muerte" o "La derrota sería trágica", lejos de constituir un abuso del idioma más o menos vituperable, se erigen en consignas muy a propósito para atizar el fuego o echarle gasolina.
La fenomenología de la transformación de un deporte como el fútbol en religión del éxito es abundante: el elogio del jugador tramposo, teatrero y desleal, la consideración del espectáculo desde el punto de vista del interés de un club (en detrimento de la propia competición), la inhibición de los comités de disciplina ante flagrantes vulneraciones de la deportividad, la connivencia de los clubes con sus ultras, la inflación artificiosa de las pasiones, y -last but not least- el cultivo de una importancia enteramente opuesta a la virtualidad del propio juego deportivo y que no duda en pretenderse engendradora de Historia. (Es lo que podríamos denominar ‘la histeria historicista’.)
Sin el dique de reglas y conductas que componen el fair play, la violencia que engendra el actual deporte espectáculo puede devenir de simple marejada en maremoto devastador. Por eso, los dirigentes, los profesionales, los periodistas e incluso el público tienen el deber inexcusable de fomentar la deportividad.
Allá ellos si lo incumplen o negligen.
Como la mosca del vinagre en su palangana de ácido
acético y con análogas expectativas de volver a volar. El Atleti es, en
efecto, un lío morrocotudo, una madeja inextricable. El desenredador
que la desenrede buen desenredador será. Yo la tiraría a la basura y me
compraría otra nueva, o la resolvería de un tajo, como hizo Alejandro de Macedonia con el sofisma de nudos que le pusieron enfrente.
¿Hay algo salvable en el Atleti? Dentro y fuera uno
no ve más que incompetencia, chaladura, dejadez, marrullería,
sentimentalismo de ocasión…
A las pruebas me remito. Comencemos por Gil Marín y
Cerezo, que están pletóricos. Cuanto más se esfuerzan en parecer unos
dirigentes cabales y comprometidos con el club, más palmaria resulta su
catastrófica gestión y sus nulas dotes públicas. Pero aman las
declaraciones y, en días de vino y rosas, como los presentes, incluso
regalan ¡consejos al Madrid!
Cerezo, a propósito de los blancos (es un vicio pretender codearse con quien está mil codos por encima), filosofa:
"El dinero no hace buenos equipos". Lo dirá por experiencia, ya que
está acostumbrado a hacerlos extraordinarios con cuatro perras gordas.
¿O lo dirá para que no lo tachemos de roñoso la próxima vez que le
pidan 10 millones por un buen jugador y él mire para otra parte?
Cerezo afirmó una vez que no quería pasar a la
Historia como el presidente que había vendido el Calderón -¡no obstante
es lo que desea y no lo oculta!-. Pero ya ha pasado como el
vicepresidente del descenso y de la permanencia en la Categoría de
Plata. No es poco honor.
Su colega de diunvirato, Gil Marín, al rebufo de la buena racha que atraviesa el club, ha emprendido una tournée
por los periódicos afines (dícese de los que, en vez de informar, le
sirven de altavoz) para sacar pecho, meterse con el Madrid (¡qué
desfachatez!) y augurar la felicidad eterna para pasado mañana. Gil
Marín se ufana de haber comprado a Petrov, Kezman y Maxi por menos
dinero del que invirtió el Real en Sergio Ramos. Ahora bien, ¿es digno
de elogio el fichaje de un delantero que no ve puerta? ¿Y es admisible
cacarear como una gallina ponedora cuando se va noveno en la tabla?
Según Gil Marín, habrá 30 millones para fichajes,
ocurra lo que ocurra de aquí al final del campeonato. Si recordáis, en
ejercicios anteriores el montante del gasto cara al año siguiente
dependía de la clasificación al final de la campaña en curso. Ahora no.
¿No se estarán puliendo el Calderón a 30 millones por temporada?
Habrá ciudad deportiva, habrá nuevo coliseo, habrá
innúmeras secciones… Que todo lo que dice es un bla, bla, bla rutinario
-grabado y enlatado para consumo de los que se nutren de ilusión
basura- se echa de ver en detalles groseros, groseros para todo aquel
que no tenga la vista de un topo. Por ejemplo, dice que, mientras él
continúe en el club, no quitará del campo el nombre de Vicente
Calderón. Y no miente. Lo que anhela es cargarse el estadio; esto es:
que muera el perro para que se termine la rabia. (Meses atrás Gil Marín
añadió a los consabidos pretextos para vender el Manzanares uno en
verdad sesudo: la gente no acude por culpa de las obras de la
M-30. Pues la gente ha vuelto al Calderón, aunque prosigan las dichosas
obras. Y ha vuelto porque el equipo gana, pues, por mucho que insistan
en que los seguidores del Atleti son la fidelidad en persona, hasta los
más incondicionales se cansan de ver malos partidos y derrotas al por
mayor.
Y es Gil Marín quien improvisó el eslogan: "Hay que
devolver al Atleti al tercer lugar del fútbol español". ¿Y por qué al
tercero? Es justamente en esa modestia, que contrasta a lo vivo con el hábito irreprimible de fanfarronear, cultivado por él y su compadre, donde se nota que tan bello propósito no es más que una monserga.
Pero ¿quién contradice a los diunviros (diunvirus, pondría yo y no sería un lapsus calami)?; ¿quién levanta contra ellos el índice acusador? Y siempre encuentran a un rematado imbécil que avala sus averiados proyectos.
Empero, viven sin vivir en sí. ¿Intranquilidad?
Claro, aunque no la de los que tienen mala conciencia, sino la de los
que temen ser descubiertos in fraganti. De ahí que acusen a los
pocos contestatarios que les plantan cara de no querer que el Atleti
prospere, cuando lo único que no quieren esos malos atléticos -y a mucha honra- es más prosperidad a lo Gil Marín y Cerezo.
Como diría el siux de las películas del Oeste, tienen
dos lenguas y dos corazones (ninguno de los dos mayor que una canica,
añado por mi cuenta.)
Dijeron que el Atleti era inviable en Segunda y que
no podía bajar sin desaparecer. Bajó y sobrevivió (¡menudo negocio no
hicieron aquel año con la venta de jugadores y el ahorro en las
fichas!); dijeron que no podía permanecer en el "Infierno" sin que lo
consumieran las llamas, y salió incólume. Dijeron que necesitaba volver
a Europa urgentemente y no se ha clasificado ni a través de la Intertontos.
Han acostumbrado a los seguidores a que nada de lo
que anuncian suceda. Pero la institución está herida de muerte, aunque
siga abriendo al público, como el chiringuito medio derrumbado del Tío
Penurias. Y si abre es porque, de otro modo, los dineros no circularían
según un patrón de flujo riguroso: los ingresos, en contante y sonante
(en cash) y los pagos, en letras fiduciarias. (¡Pero si cuando
el Centenario dejaron a deber la paella de las mil personas! ¡Pero si
la enorme sábana de aquel tifo la costearon unos cuantos hinchas!)
Además de los 30 millones -¡viva el rumbo!-, está la cantera, en la que Gil Marín confía ahora ciegamente (es
el género de confianza que les acomoda a ellos y exigen de los demás),
la cual cantera, según él, ha dado excelentes resultados en los últimos
tiempos. Pues bien, de las increíblemente fecundas categorías
párvulas del Atleti han brotado en tres lustros apenas un as
internacional (Raúl), un as nacional (Torres) y un buen futbolista de
club recriado en Pamplona, Antonio López. Y sanseacabó.
A Raúl lo donó papá, que era un hacha para los asuntos balompédicos y tenía un ojo de halcón para descubrir figuras; eso sí, amaba tanto la cantera que la cerró; la mató porque era suya.
Nos queda Torres -mientras Petón no disponga lo
contrario-, que es una flor silvestre, pues nadie ha pulido sus
defectos. A lo que voy: Raúl, Torres y Antonio López surgieron por
generación espontánea y la cantera del Atleti no es una fábrica de cracks
sino un descampado inculto donde de Pascuas a Ramos estalla una flor.
(Que pagan poco y mal a los responsables de las secciones inferiores lo
prueba el hecho de que el célebre Abraham García, el míster de algún
cuadro juvenil del Atleti que salió campeón, se haya ido al Madrid.)
Pero si los dirigentes nos ruborizan con su
incapacidad y su demagógica desvergüenza, ¡qué decir de sus aliados en
los medios de comunicación! Al parecer no es precipitado juzgar a un
equipo por media docena de partidos más o menos felices; pero sí
examinar con detenimiento los últimos 18 años de su trayectoria. Por
eso algún archiasno, cuya falta de luces es de por sí maligna, se
apresura a decretar el fin de los malos tiempos, no bien su señorito
escupe futuro por una esquina de la boca con la desenvoltura de un
mascador de tabaco. (Al Atlético -¡oh animal de bellota!- le está
vedado el futuro; no es que no lo posea por toneladas, como pretendéis
tú y los superestafadores que te hipnotizan; es que no le queda un
céntimo de tal cosa).
Dicho sea de paso: cuando se lleva casi dos décadas
al frente de una institución, no hay ningún derecho a hablar del
futuro. ¿Qué pensaríais de alguien que se acercara a vosotros para
deciros: "Deposito en el porvenir mi esperanza de un futuro mejor".
Pues algo tan pleonásmico y vacío se ha convertido en la jaculatoria
preferida por los dos procónsules del Atleti y sus obsecuentes voceros.
¡Ah esos simples de la prensa, meros baffles, meros megáfonos, de los Gil! (Con motivo del último derbi, uno de los más torpes tituló su crónica avant match: "El ocaso de la Galaxia". He aquí un pedazo de atún tan triunfalista como cualquier merengue, pero con una pequeña
diferencia: los merengues triunfan y los atléticos no. (Esa actitud de
necio entusiasmo me recuerda un eslogan que, en tiempos del primer Gil,
se coreaba en el Manzanares: "Se va a acabar la dictadura del Real". Un
día Raúl canturreó: "Y va a seguir, la dictadura del Madrid". Y hasta
hoy.)
Y luego viene el denominado ‘entorno’. Por ejemplo, los notables, esos seres vip
a los que reúnen Gil Marín y Cerezo para que respalden con su
asistencia la cháchara futurista… "¿Pero hubo alguna vez 11.000
vírgenes?", se preguntaba Jardiel Poncela. ¿Y cien notables atléticos?
Al entorno pertenecen esos colchoneros hasta la médula (¿espinal?, ¿ósea?) que firman clasificarse para la próxima Copa de la UEFA. Con criaturas tan exigentes, constituye un éxito todo lo que no sea el farolillo rojo.
Al entorno se apuntan también algunos sentimentales
para entrecerrar los párpados y evocar la leyenda de ¡Monchín Triana!
(Malos tiempos para la lírica, Petón.) ¿Por qué no sopesáis la relación
entre los jugadores y la entidad en épocas más recientes?
Haced memoria. ¿Qué futbolistas han dejado alguna
huella en el club a lo largo de las casi dos décadas -insisto- que
llevan en su interior los Gil y la compaña? Muy pocos: Futre, Baltazar,
Manolo, Donato, Caminero, Kiko, Simeone, Molina, Pantic, Juninho,
Vieri, Valerón, Hasselbaink y Torres. ¡Poco más de una docena, cuando
el club adquirió en tan dilatado periodo más de 200 profesionales! Y
aun así habría mucho de qué hablar, porque la mayoría de los que
destacaron salieron del club por la puerta de servicio, malhumorados o
tristes.
Futre tarifó con la casa y se fue en el mejor momento
de su carrera deportiva; Baltazar rindió un año; a Donato lo echaron
¡por viejo! no bien cumplidos los 30 (luego iría a pasar ocho
magníficas temporadas en el Coruña); a Caminero y Kiko los devoraron
las lesiones (la salida del gaditano estuvo jalonada de cánticos
soeces, en especial aquel inaudito y repugnante: "Kiko cojo muérete");
Simeone fue traspasado al Lazio, donde completó tres o cuatro años
estupendos. Más tarde retornó, fané y descangallao, para
enterrar su nombradía aquí. Pantic y Juninho fueron estrellas fugaces;
Valerón pasó sin pena ni gloria; Vieri dejó el club 48 horas antes de
que empezase la Liga; Hasselbaink estuvo una temporada -la del
descenso-, y después tomó el portante…
Petón refiere que un dirigente blanco le confesó que
al Real le convenía que el Atlético estuviera en Segunda. ¡Alma de
cántaro! Cualquiera con dos dedos de frente sabe lo que le vendría bien
al Madrid y éste desea en lo más profundo de su corazón: que el Atleti
desaparezca de una maldita vez, posibilidad nada descabellada y que aún
acarician en secreto los medios de comunicación y los que son alguien
en esta ciudad. A unos y otros el Atleti les importa la cáscara de un
pistacho, pero en esto coinciden con Gil Marín y Cerezo, razón por la
cual se llevan todos la mar de bien: el Madrid, el Atleti, las
autoridades, la prensa… Y no es de extrañar que la buena
sociedad del Foro se volcara en el homenaje al Difunto. ¡Como que
gracias al Difunto el Atleti es hoy un perfecto guiñapo y camina con
paso firme hacia la tumba!
No, Gil Marín y su cuate no quieren al Atleti;
andorrean porque necesitan más tiempo para culminar algún niquiscocio y
luego desaparecer. Y todos se lo van -se lo vamos- a dar de mil amores,
porque ¿cuánto tardan las moscas en ahogarse en el vinagre? En su
escala de dípteros, una hora dura un evo.
(Larga posdata a propósito de un revés.)
El Atleti, exigido por la ocasión, volvió a fallar. Y
eso que sus adversarios de hoy no son el Madrid, el Ajax o el Bayern de
Munich, sino el Osasuna, el Sevilla, el Villarreal, el Zaragoza… El
Sevilla, sin ir más lejos, es un conjunto modesto, vendedor, pero que sabe contender. Con menos dinero que el Atleti forma buenos onces y, si el partido se pone bronco, nadie le gana a triquiñuelas.
La malas pulgas no son el carácter. Petrov es un
miedica histérico que se desquicia con facilidad; y Luccin peca de
bobo; y Velasco es poca y turbulenta cosa; y Perea no comprende el
fútbol y tiende a abusar de su físico: e Ibagaza ha sacado una vena
irascible que no le sospechábamos; y Torres gusta de sumarse al follón…
En momentos así es cuando se comprueba si el mister tiene mano y es inteligente. Murcia se descompuso, lideró el pandemonium, regresó a las trifulcas de la Segunda B y, con su tremendismo, convocó a la parte peor del público, a los hooligans
del fondo sur, esos gamberros que sólo se excitan reventando los
acontecimientos y a los que el club ampara, subvenciona y alienta.
Diga lo que diga Luis Aragonés (mi admirado Luis
Aragonés), los partidos se ganan por lo civil, nunca por lo criminal.
(Y si se ganasen por lo criminal, la victoria no valdría, en el sentido enfáticamente deportivo del término). El match es una fiesta de la competición, no la guerra del 14.
¿Alguien creyó que bastaba con tocar a rebato,
exagerar el anhelo y poner a hervir la grada para doblegar al Sevilla?
Pues ese hipotético alguien olvidó que el fútbol es un juego y nada
puede sustituir al juego.
El Atleti -todo el Atleti y no sólo los futbolistas-
no sabe comparecer en este tipo de encuentros; le vienen grandes. Es un
club menor, no le deis más vueltas.
Que me perdone Dostoyevski por haberle tomado a préstamo el título de una de sus grandes obras para referirme al notorio
affaire de
las dos directivas -la del Atleti y la del Real-, preludio, sin duda,
de una era hostil que no puede traer sino calamidades para ambos
clubes. (¡Con lo bien que iban las cosas!)
¿Su origen? Un comentario despectivo del preboste merengue durante una de esas francachelas de
hermandad que constituyen el prólogo de los partidos antaño de la máxima y hoy de la mínima. En los
buenos tiempos
de Gil y Lorenzo Sanz, a los postres se jugaba al parchís, pero Cerezo
y Florentino gustan de los discursos, y la costumbre de perorar con el
estómago lleno arraigó.
Al parecer, Martín habría dicho que el Real casi siempre le gana al
Atleti, aserto irrebatible que no debería ofender a nadie y menos aún a
unos individuos cuyo amor propio, si lo tuvieran o tuviesen, para nada
se relaciona con el Atlético de Madrid. (¿O no se atreve el
vicepresidente del
histórico descenso a Segunda -y de la no menos
histórica permanencia
en la División de Plata- a sentarse en el mismo sitio que ocupó en su
día Vicente Calderón? Con un ápice de amor propio y de vergüenza
deportiva, él y su compadre habrían vuelto al profundo anonimato del
que jamás debieron salir.)
Pues bien, los
humillados fueron con el cuento a los medios de
intoxicación, al objeto de que el par de bobos que secundan sus
maniobras transmitiesen puntuales la
ultrajante obviedad y el
mosqueo digno con que fue encajada. (Pues los representantes del Atleti, al ver que era
maltratado el club que
aman como propio,
estuvieron a punto de irse, pero al final prevaleció el sentido común y
se impuso la cortesía; siempre ha habido señores… etc.,etc.,etc.)
Es verdad que hay muchas maneras de pronunciar una misma frase y que
alguien capaz de soltar por la boca: “No me temblará la mano”, con la
voz aflautada y la entonación de cierto personaje del NODO, puede
ofender -sobre todo al buen gusto- a poco que se empeñe, pero
apostaría diez contra uno a que el rifirrafe no es más que un paripé
para disimular la connivencia financiero-especulativa entre el Marín y
el Martín, dos hombres y un destino.
Se dice -aunque no hay poder sino en Alá- que parte del terreno del
Calderón es de Martinsa, trozo que se lo habría cambiado a, digamos,
Marinsa por veinte o treinta millones.
Marinsa necesita
pasta para adquirir esos maravillosos
cracks veraniegos -que alrededor de octubre devienen en alfeñiques- y pagar sus nóminas.
El incidente -¡acabáramos!- se produjo días después de que la
autodenominada “Plataforma para salvar el Calderón”, pusiese el grito
en el cielo. ¡Habráse visto, utilizar el estadio del Atleti para
enriquecer al presidente del Madrid! Es posible que a los miembros de
la plataforma, entre los que figura Gonzalo Calderón, nieto del último
hombre sensato que tuvo a bien presidirnos, les preocupen más los usos
del dinero que su procedencia y que señalen el
pelotazo de Martinsa para conmover al simpatizante del Atleti, el cual vive en la inopia feliz y de espaldas a los chanchullos de
Marinsa.
Ya es triste tener que recurrir al blanco para cabrearse, pero lo es
aún más divulgar naderías para salvar las apariencias, disfrazando de
tirantez un entente de lo más cordial.
El nuevo
genio del Madrid, que es un presumido de la variante
fanática, ya ha mandado que les dijeran a Gil Marín y Cerezo: “Pues
devolvedme el parné y quedaos con el solar, muertos de hambre”. Imagino
la cara de consternación de los dos
simpáticos colegas, tratando de apaciguar al otro: “¡Caray Fernandito, no te pongas así que era broma!”.
Hoy han trabado enemistad nueva
Menos por Febo que por Caco
Don Enrique el Cerezo y don
Fernando Martín,¡qué papo!
(Que me perdone también Góngora.)
En realidad, casi todas las probabilidades de que el Atleti triunfara
en el Bernabéu se habían ido al garete con las lesiones de “El Caño” y
Maxi Rodríguez. Pero la prensa deportiva -que no es ni una cosa
ni la otra- adjudicó
avant match, con su habitual cara dura, el
papel de favoritos a los colchoneros. (Esto lo hacen mitad por
ignorancia, mitad para mejor celebrar después la victoria del hombre
blanco, exagerándola hasta convertirla en una proeza descomunal). Y es
raro que fuesen de víctimas porque una semana antes de dimitir el
ser superior,
el Real había recuperado el espíritu de Juanito (aquel matasiete que,
según confesión propia, hubiese sido ultrasur de no haber sido
extremo.)
Pero, como el caprichoso numen del infortunado Juanito hizo pellas en
Mallorca, se trataba de impetrar su ayuda otra vez. (Cosas de los
tarados que infestan los medios de comunicación, aunque es justo
reconocer que, en el duelo de bocazas que antecede a los derbis, los
más cretinos con diferencia son los del Atlético.) No obstante,
barrunto que no harán falta en lo porvenir más misas blancas o negras
porque el alma del
héroe -espécimen que nunca falta en el Bernabéu- se reencarnó por fin, y luego de muchos intentos, en esa suerte de tröll
fumado que se llama Gravesen.
Así pues, el presunto morbo del
match casi se reducía a saber si
un equipo mediocre y con dos bajas importantes (el mejor chutador y el
mejor pasador de que dispone) era capaz de amargar la rutinaria cita
con la victoria de un conjunto senil, en horas bajas y más preocupado
de sus
enemigos en la Champions que del sedicente
eterno rival. (La víspera, timoratos ideólogos tachaban de inoportuno el castigo de López Caro a los brasileños, pero tengo para mí que el
mister del Real decidió reservarlos, habida cuenta de la flojedad hodierna del Atleti.)
Pues sí, hubo derbi, aunque el que hubo fuera de mínimos. Y ganó el
Madrid, no porque fallase otra vez su oponente -la tesis de los
periódicos-, sino porque lo normal es que triunfe el once con más
recursos (plantilla, chequera, poder y propaganda, eso sin contar las
viejas glorias finadas que moran en el Olimpo o el Hades y aún regatean
o empujan). Un dato: cualquiera de las tres grandes adquisiciones del
Real durante este año (Robinho, Sergio Ramos y Batista) costó más que
toda la varia tropa con la que se reforzó o debilitó, según se mire, el
Atleti a principios de la actual campaña. (A orillas del Manzanares, el
único de los nuevos que rinde es “La Fiera”.)
Por cierto, ¿dónde habrá encontrado Toni Muñoz
gangas como
Kezman y Petrov? El búlgaro no saca mal los córners, es verdad, pero
tiende al absentismo y los zagueros adversarios le producen alergia. No
sabe regatear y se ha especializado en los centros
a lo que salga.
Si militase en un equipo como el Madrid o el Barcelona, brillaría un
día y se eclipsaría ciento, igual que Beckham. Pero el Atleti no puede
permitirse tales derroches y necesita bastante más que un falso duro
para dejar de ser el equipo pelagatos que Gil Marín y compañía sufragan
generosamente con el dinero del prójimo.
¿Y Kezman? Es un pequeño merodeador, sin la clase ni las facultades de
un ariete a la moderna usanza. Lo he dicho más de una vez: los
delanteros no se dividen en egoístas y generosos, sino en buenos y
malos. El serbio es una especie de francotirador sin puntería y su
solipsismo no anuncia al depredador del área, sino al as de parvo
talento y farruca pose. ¡Pero -diréis- si marcó un gol a lo Di
Stéfano! Hay quien piensa que los taconazos son lo sublime del
fútbol. Yo prefiero la pulcritud en el
mano a mano con el
guardameta. ¿Cuántas situaciones pintiparadas ha arruinado el ex del
Chelsea desde que viste nuestros colores? Las suficientes como para que
lo pongan en el escaparate no bien finalice el curso.
Sí, el secretario técnico del Atleti ejemplifica dos tristes máximas de
mi puño y letra: “Si amén de pobre eres idiota, te puedes ahorrar la
mala suerte” y “No hay peor gafe que la ineptitud”.
No, no me olvido de Torres. Su
fracaso (los diarios merengues no cesan de subrayar la
impotencia del
“Niño” para batir a Casillas, al objeto de desmoralizarlo y hundirlo)
es una leyenda urbana, porque el otro día nadie lo buscó, salvo Raúl
Bravo, que le hizo falta en casi todas los balones por arriba, con el
plácet del trío arbitral. El sustituto de Ibagaza, un tal Gabi que
merece el nombre de Fofó, era el encargado de distribuir el correo
entre la trinchera y el frente. Apocado y sin sentido de la
orientación, se extravió en la tierra de nadie. (¡Y pensar en la tinta
vertida a propósito de las cualidades de este jugador gris pero de
lengua muy larga!)
En resumen, Madrid y Atlético juegan dos ligas diferentes. El primero,
en mejor o peor forma, lucha por el título. El segundo, siendo
indulgentes con él, compite por la cuarta plaza con otros clubes de
similar tamaño y condición. Ha de estar muy mal el Madrid y muy bien el
Atleti para que el
match parezca equilibrado, pero en el desenlace de los derbis parejos pesan también -y mucho- los otros factores a que antes aludí.
Tras la
hazaña, los blancos regresan a sus virginales
aspiraciones de siempre y el Atleti a ese extraño limbo llamado
‘Futuro’, edén cuya propiedad nadie le disputa desde que se convirtió
en el primer ciudadano de Jauja. Se dice de los carnavales que atesoran
el poder de trastornar el mundo, aunque sólo por unos días. Los
atléticos han inventado un carnaval invulnerable al tiempo, en el que
los mendigos son reyes, los reos, verdugos y los gorriones, aves de
presa, pero no únicamente durante unas horas, sino ¡
in aeternum!; no en vano (o sí) lo teje la fantasía.
Allí disfrutan del estadio más hermoso, de la más espléndida ciudad
deportiva y de un once colosal que bate a los merengues en casa y a
domicilio. Y si no se atreven a pedir más es porque abrigan un temor:
que sus deseos, hasta los menores, se cumplan. ¡Qué raza tan feliz!
Os habréis dado cuenta de que ha vuelto la táctica, la denostada, la
vituperada, la desacreditada táctica. Así, el gran defecto de Bianchi
fue no ser lo bastante
táctico y López Caro -leí días atrás en un periódico- habría recibido “un baño” -cómo no,
táctico- por parte de Arsene Wenger, el míster del Arsenal.
Es curioso: a los entrenadores tipo Capello o Clemente siempre se les
reprocha que no dejan vivir en paz a los jugadores y los agobian con
exigencias inútiles (¡sube!, ¡baja!, ¡ojo con fulanito!, ¡tírate en el
área!, ¡pierde tiempo!, etc.), las cuales son por entero ajenas al
fútbol y perniciosas para el espectáculo. El
coach tacticista
es un enemigo jurado del buen juego, y se hace sospechoso, por ende, de
querer sustituir a sus pupilos por robots teledirigidos.
No obstante, en cuanto un
coach con fama de amante del balompié
pierde un par de encuentros, las páginas de los diarios quedan anegadas
con un reproche: no se entrena lo suficiente la táctica.
Otra necia moda en la prensa de Madrid: el
descubrimiento de
Ibagaza por la misma gente que lo ninguneó durante la fanfarrona
canícula en la que el Caño estaba ya muy visto y Gabi se iba a
salir. (Y los más vocingleros en el halago son precisamente los que peor hablaban del diminuto pero sagaz medio argentino.)
Tercera idiotez: el Atleti se arruga en el Bernabéu. Desde que subió a
Primera, el Atleti ha disputado tres derbis en Chamartín: dos
terminaron en empate y el otro lo ganó el Real (2-0), en un
match bastante
equilibrado,
dadas las circunstancias. Lo que sucede es que el Atleti tiene hoy
peores jugadores que el Madrid y como institución apenas existe; lo
sólito es que los merengues venzan.
O sea, la condición de favorito del Real no es el efecto de la presunta
cobardía de unos jugadores (los colchoneros) a los que intimidase el
conjunto merengue, sino el previsible resultado de la disparidad de
fuerzas entre un club y otro. Contienden, de una parte: el poder, el
dinero, la propaganda y, casi siempre, el árbitro; y de la otra: sólo
once hombres (réstese la entidad, que es una ruina cochambrosa).
Sin la propaganda y el árbitro -y pese a la incapacidad de sus
dirigentes-, aún habría una oportunidad para el equipo de los hombres
-como la hay cuando el cuadro del Manzanares se mide al Barça-, pero
frente al Madrid brillan en todo su tétrico esplendor la parcialidad de
la prensa y el harto frecuente
miedo escénico del colegiado.
Jonathan Swift, en su “Modesta proposición para acabar con el hambre en
Irlanda”, propuso guisar a los niños según las diversas recetas que
para aderezar la carne se usaban en el país. Y confieso que cuando veo
a ciertos padres afirmar arrobados refiriéndose a un hijo suyo:
“Me lo comería”, a menudo me vienen a la memoria las palabras del
sarcástico irlandés.
De modo análogo, yo redactaría una “Modesta proposición para acabar con
los periodistas deportivos”, asunto sobre el tengo un par de ideas
contundentes, pero no las divulgaré para no herir la susceptibilidad de
tan
ilustres empleados de la industria del triunfo.