Hace ya tiempo de lo que voy a relatar. Más de cuarenta años, no recuerdo.
Caminaba
un joven por el Paseo de los Melancólicos cuando a lo lejos vislumbró
alguien que se le acercaba a toda prisa. Más aún, volaba hacia su
encuentro enarbolando lo que parecía ser una bandera rojiblanca.
No
habían transcurrido segundos y la poca distancia le pudo permitir
reconocer a un hombre de edad muy avanzada que, muy alterado, parecía
querer decir algo.
Balbuceaba;
pero no debido a la demencia senil, sino a la emoción, a las ganas de
transmitir, a la pasión que desbordaba. Llevaba su bufanda al cuello,
la de siempre, la colchonera…
“Soy del Aleti”, alcanzó a decir.
El
joven, entre el orgullo y el miedo, acertó a murmurar un entrecortado
“Yo del Madrid, aunque no me gusta mucho el fútbol” que ni siquiera fue
escuchado…
El anciano le hizo un gesto para que se aproximase y señaló a su pecho
“Escucha.
Es un corazón ajado, poca vida le queda, pero late contento de haber
vivido una historia de sentimientos. No ha tenido un minuto de descanso
y, sin embargo, aunque no puede recordar, sabe que no ha sido en vano.
Que la flecha rojiblanca que lo atravesó hace años fue su aliada en las
numerosas batallas que ha ganado y su consuelo en las que ha dejado de
ganar…”
Nada
más decirlo cayó al suelo. El joven intentaba sujetarle por el brazo;
pero parecía que el anciano deseaba realmente descansar, por lo que
suavemente dejó que se sentase en la fría acera, junto a una farola que
permitía ver los rostros en sombras, como difusos en la noche cerrada.
Le mostró su mano. Curtida, de hombre trabajador, con marcas profundas que revelaban una vida de esfuerzo.
“Está
muy gastada. Casi no me responde. Hace meses que no puede empuñar la
bandera de su Aleti y se siente inútil. A veces tiene momentos de
esplendor, cuando el Calderón canta, y saca fuerzas para ondear la
rojiblanca de izquierda a derecha. Luego se cansa, son los años, pero
ha sido una buena mano. No piensa, ni late, pero siente los colores
como el que más…”
Nuestro anciano amigo se tumbó. No le quedaban ya fuerzas para más.
El
joven dudaba entre atenderle o pedir ayuda; pero no pasaba nadie, daba
la impresión de que el tiempo se había parado en el Paseo…
Se
acercó, tanto que el aliento frío de ambos se cruzaba. Le sujetaba la
cabeza con firmeza, como sabiendo lo que iba a ocurrir
indefectiblemente.
“Mi
cabeza está ya muy vieja. Son muchos años de almacenar recuerdos. Pero
aún piensa, sabe que ha elegido el camino adecuado. Todavía tiene
fuerzas para hacer temblar a todo el cuerpo cuando escucha el himno,
aún levanta el vello al oir “Atleeeeti” y, lo mejor de todo, aún
recuerda todos y cada uno de los instantes vividos en el Calderón, en
su Templo, en su casa, en el mejor campo del mundo…
Ser
del Aleti es su religión, por y para ella han latido, ondeado y
sentido. Y ahora, que la segura muerte llega, sienten que sólo pueden
hacer una cosa más: contarle a alguien la verdadera razón de la vida
con la esperanza de que le sirva de ayuda…”
Falleció. Y el joven estuvo un buen rato a su lado.
El viento hacía ondear la bandera y, con ello, la bufanda parecía cobrar vida…
Las
recogió y siguió hacia el Calderón. Su corazón latía como jamás lo
había hecho, sus manos aferraban la bandera hasta doler y su cabeza… su
cabeza sólo pensaba en el próximo domingo, en el campo, con los suyos.
Y cuarenta años después caminaba
un joven por el Paseo de los Melancólicos cuando a lo lejos vislumbró
alguien que se le acercaba a toda prisa. Más aún, volaba hacia su
encuentro enarbolando lo que parecía ser una bandera rojiblanca....