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abril 2007 - Artículos

El Abuelo(II)

 

Dedicado a Antonio (al que conocí) y Enrique (del que llevo nombre)

Mis abuelos

Pocos recuerdos puedo guardar nítidos de mi abuelo. La memoria visual se debilita deprisa, y sólo a veces, con el espíritu tranquilo, cierro los ojos e inspiro lentamente, y vuelve a mí el olor de los veranos en Madrid, en el viejo barrio de Chamberí. Así puedo evocar la figura, espigada y de movimientos exquisitos, de mi abuelo. Y recuerdo que, a corta edad, para verle de cuerpo entero yo tenía que elevar el mentón hasta apuntar con él a las lámparas del salón. Por ello, y ante la falta de equilibrio que aún hoy padezco, me limitaba la mayor parte de las veces a hablar con su voz, a abrazar sus muslos, a sentirme confortado por el tramo de pantalón de franela gris y camisa de lino blanca que alcanzaba a ver. Era un mundo el mío a media altura, pero él usaba su gran estatura para acercarse a mí, y eso me permitía gozar de su charla llena de bondad, de su paciencia infinita, de su amor por sus cosas. Entre ellas, su nieto.

Sé de él que nació en Los Palacios, que recogió los campos, que se sacó un carné de sindicato que le llevó dos años a la cárcel, y otro de conducir que le llevó el resto de su vida a Madrid. Sé que así acabó conociendo al embajador de Holanda y llevándole de la calle Zurbarán a donde se terciase, pues por aquel entonces las gestiones se terciaban. Y sé que así conoció a mi abuela, que triplicaba trabajos en el Madrid de posguerra para sacar a siete hermanos adelante: enfermera en la calle bajo las bombas, señorita de aseo en el Banco de España, practicante en la calle Zurbarán.

Nació así mi madre de las relaciones diplomáticas, prosperaron mis ascendientes en las afueras de esta ciudad, que por entonces, por el norte, rodeaban los llamados Nuevos Ministerios. Iban los domingos a una vaguada que había entre las que hoy son la Orense y Padre Damián, pero en cuanto aquel paraje se llenó de mugre emigraron con las tortillas a dehesas más limpias y ambientes más sanos. Mi madre, hija única, guardó gracias a este leve gesto el candor y la decencia de las que iban a las Hijas de la Caridad, y así nací de familia sin mancha, senza un attimo de duda.

Mi abuelo, como decía, alma tranquila, aguas cálidas y limpias, consiguió dominar el temperamento de mi abuela y aplacar los disgustos de mi madre con su paz interior y su amable tono. Y a mí me dejó unas palabras que aún hoy me alivian cuando no queda más esperanza: “No te hagas mala sangre”. Él creía que no merecía la pena sufrir por veintidós hombres corriendo tras un balón, cuando seguramente éstos tuvieran dinero para comprarse uno cada uno.
Tan agudo, tan amante, tan genial. Dejaste un grandísimo recuerdo. Felicidades abuelo.

Mi otro abuelo fue concebido y vio la luz en la mejor primavera de principios del siglo pasado. Ocurrió en algún lugar del norte, allá donde los hombres son recios en todos los sentidos y las mujeres hermosas en su acepción más sana. Surgió del ánimo más que de los vientres, y fue desde el principio multidisciplinar en el deporte, y amante concreto del fútbol. A los cuatro años tuvo que desligarse de su ancestro, de su propia sangre, asentarse en Madrid. Y a los seis ya sufrió su primera situación financiera delicada.

Así comprendió, quizá demasiado pronto, que la vida iba a ser luchar, jugar al contraataque, arrostrar su sólida cintura en los vaivenes del devenir para esquivar los golpes, y de recibirlos, levantarse de nuevo y seguir luchando.

A los veinte años y diecisiete días visitó por primera vez la gradona, y se estrenó con un pequeño triunfo. Estudiar y jugar era la vida, y la tecnología nunca trajo una más plena. Fuerte, sano, no había salido aún ganador en nada, pero ya había triunfado. Después vino la guerra, el parón, los apuros, y fundir su cuerpo con la aviación. Así conoció finalmente a Victoria, diosa alada, busto pétreo, canon de un séptimo, peplo y tocado en Madrid a imagen y semejanza de Christian Dior. Y así yació mi abuelo, en el sentido bíblico, dos veces con la Victoria, una en el verano del 40 y otra en el del 41.

Y ella se dejó querer, y le prometió más a futuro, y se regocijaron en Madrid (y por Zamora), y bebieron unos años de las mieles de ese amor primero, que es siempre el más fuerte por incuestionable. Y tras un lustro decidieron no amarse en otros idiomas, y mi abuelo decidió ser un héroe simplemente atlético, sin otros fonemas, y un año después dejó de ser aviador, sin dejar de ser él mismo. Aquel mismo día tomó la mano de su amada, la introdujo en una vieja herida del tiempo y con los cuatro dedos finos manchados en sangre dibujó unas bandas sobre el pecho de ella. Primero, sobre la seda que estrenaría en su vestimenta la temporada siguiente. Tres años después, en 1950, sobre la cristalería del hogar ya casi treintañero. En él yacerían de nuevo, como en los viejos tiempos, una vez cada verano. Pero qué vez, qué verano, qué vez y qué verano. Entre sudores y culminaciones, seda y cristal quedaron por siempre marcados, adscritos a su historia de amor y olvidos.

Un año después, mi abuelo comenzó a trabajar para el Marqués, pero éste duraría poco. No iban con mi abuelo las ínfulas, con esos adornos no se trabaja, y peor aún si son de lana blanca. El Marqués vio su error, y mi abuelo buscó a don Vicente, norteño como él, con espaldas tan anchas, y dispuesto a correr sus riesgos para sacar a todos adelante. Con don Vicente vinieron tiempos inmejorables: mojó la oreja a los vanidosos vecinos, dos veces incluso en casa de éstos. Llevó a mi abuelo por Europa, paseó su nombre desde Glasgow hasta Stuttgart, le invitó a copas y recopas y mi abuelo las disfrutó hasta el íleon y el ilion. El amor se volvió a materializar por quinta vez entre mi abuelo y Victoria, una sexta justo en Domingo, y una séptima que bajó del cielo. Pero fue este advenimiento, este exceso de amor de mi abuelo, conseguir si no la luna sí las estrellas, lo que rompió el hechizo meses más tarde: la noche de San Isidro, Victoria le dejó un instante, y allí pareció caerle a mi abuelo un maleficio, y por primera vez se sintió y cayó derrotado.

Aun así siguieron los viajes, los triunfos, las estrellas. La octava la bajó Luis, un sabio del barrio hecho también a sí mismo, primero electricista, luego maestro. Don Vicente, algo cansado de su tarea, satisfecho seguramente por lo vivido, se retiró dos años después al campo. Y mi abuelo, como Nietzsche, ya nunca se recuperaría del todo de un segundo abandono. Victoria empezó a olvidarse de él, la Hacienda a bambolearse entre dueños, las pupas a salir a flote. Y una noche de San Juan, mi abuelo quedó herido de muerte. Y sólo tres días después, el 27 de junio de 1987, mi abuelo volvió a ser derrotado. Y esa misma noche, sin que yo pudiera votar para evitarlo, y aunque mi voto tampoco lo hubiera escuchado Dios, mi abuelo pasó a otra vida. Quizá la muerte, quizá el purgatorio, ni Dios sabe lo que él quiere de nosotros, y su indecisión es nuestra incertidumbre, y su impericia la muerte de nuestras almas.

Victoria vino a visitar la casa tres o cuatro veces tras la desaparición de mi abuelo. En los veranos del 91 y en el 92, una vez cada año, como en recuerdo de lo que fue vivir con mi abuelo. Ni ella ni nadie quiso firmar el acta de defunción que las instituciones emitieron, en junio del 92. Y una vez más, que yo sepa, Victoria visitó nuestra casa en 1996, pero no sé si fue solo espejismo, o verdadera aparición de un fantasma. Desde entonces, me cuentan los amigos, Victoria también nos ha dejado, quizá para siempre. Yo aún espero que vuelva, pero tengo miedo. Porque quizá nos encontremos ya en el cielo, y eso significará que mi abuelo, ni por sí ni por mí, estará para abrazarla.
Él habría cumplido hoy ciento cuatro años. Felicidades abuelo.


Posted: 25 abr 2007, 12:00 por SDHEditor
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Athletico de Madrid

Debería existir una palabra para definir la enfermedad y síntomas de quien no sabe quién es. Algún término griego con tintes médicos y onomatopeya pomposa.

 


Algo así como "anonimatosis", o "difusalgia". ¿Qué eres? ¿Eres siquiera? ¿Existes porque te damos todos el mismo nombre (o definimos todos lo mismo, de tan distintas maneras)? ¿Eres tan único que eres sólo en lo que te diferencias?

¿Quién eres? ¿Quién quieres ser?

¿Eres lo que quieres ser?

Te veo querer ser Jacob, eres Esaú. Te pintas Abel, te conocen Caín. Sales de víctima en los mentideros y de rufián en los mensajeros. Secuestrado por conocidos, sociedad anónima, pelele de campeonato. Omne tibi impune lacessit, Vorsprung durch Technik, Dolce&Gabanna, lo que los demás digan de ti. Y así no hay manera de saber quién eres.

Campeón o simple ganador. Guadamecil rematado o cordobán sin remate. Arraclán de escribidores sin honra, o pupitre de ilustres plumas, en el anochecer, bajo velas sin barco. ¿Qué eres, lo que tanto me poblaste?

Fuiste Athletico en mis cartas a los Reyes, en el 1X2, en el salto del b/n al color. Fuiste orgullo, coraje y corazón. Fuiste rabia, amor y decepción. Fuiste y ¿eres?, dime, ¿eres?, ¿queda algo de ti? ¿Una señal, un resquicio, una marca? Señor, una dichosa marca... un amor hacia algo sublime, abstracto, sin razón: un amor esclavo, más cuanto más etéreo, como el sentido por alguien que nunca pudimos tocar, a quien no vimos hablar, ni siquiera comer, ni mucho menos cagar. Alguien cuya personalidad sólo imaginamos en onanismos virtuales, alguien del que al preguntarnos "¿quién eres?" cabrían tantas dudas. Y en la duda, la condena, impartida por el agresor: la hagiografía de una imagen, virgen en nuestro ideario, sacacuartos de nuestro bestiario. Nada legal ni legítimo.

En el fondo, creo que lo que me genera esta duda, no es que seas o dejes de ser. Es que no eres dueño de ti mismo. Y cuando no sabes quién eres, ni crees saberlo, ni tienes voz interior que lo sepa aun sin necesidad de verbalizarlo, corres el peligro de creerte ser lo que los demás te digan. Para bien y para mal. Quizá alguien debería saberlo por ti. Pero por desgracia no tienes dueño, y el que hoy te esclaviza tampoco te posee, así que nadie sale en defensa tuyo, y estás a merced de la opinión. De cualquiera.

Una pista más sobre el delito de esta ignominia. Sería mejor la muerte (?).

Posted: 10 abr 2007, 12:00 por SDHEditor
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