Quién se acuerda ya de la elección de Londres como sede de los juegos de 2012? ¡Y fue anteayer! Los mismos lugares donde anteayer se reía y cantaba, ayer se lloraba.
Un mundo dominado por la incertidumbre cada vez más plena, más totalizadora, que gira como la vieja rueda de la fortuna, nos depara un devenir vertiginoso y preñado de sorpresas, cada vez más horribles.
El intento de generar certidumbre y seguridad, evidencia cada día su impotencia. Londres llevaba mucho tiempo previendo, previniendo y preparándose para algo así. Sabían que iba a suceder, incluso algún intento había sido abortado, pero al fin llegó.
Nuestra complejísima sociedad no puede, sin abocarse a una catástrofe civilizatoria, trastocar una dinámica que la hace incontrolable. Vivimos instalados sobre la probabilidad de lo improbable. Somos pura evolución, y por tanto ceguera pura. Campo sembrado para el terror.
El terror que no lo es de las víctimas. No son los pobres del mundo vengando su pobreza. No los esclavos poniendo al amo ante la verdad de la vida, que es la muerte. Son los impotentes entre los impotentes soñando su imposible potencia. Una potencia que se resume en el terror televisado, a cuyo servicio están dispuestos a sacrificar las vidas que sean precisas. Ajenas y propias, si tal distinción fuera posible. Es la delirante obscenidad de la aspiración a la redención del mundo en nombre de un Dios beduino. Delirio imposible en un mundo tan complejo y por tanto ingobernable, del que ellos mismos son hijos putativos. El fundamentalismo como la otra cara de la globalización imperializada.
Si el imperio que anteayer reía con los juegos y hoy llora por sus muertos (que son los nuestros), sigue imperando igual, alimenta a su otra cara. Afganistán, Irak, Guantánamo, propulsan más y más onceeses, onceemes y catorcejotas. Con sus dispares modos operativos, ambos aspiran a un control imposible del mundo, y se alimentan mutuamente. Consumiendo vidas humanas, nuestras vidas.
El ángel exterminador de Klee prosigue su vuelo sobre el espanto, con sus enormes y espantados ojos. Que son los míos. También cuando ven a las candorosas almas bellas del pacifismo izquierdista, sentado impertubable en su absoluta incomprensión de este mundo, explicándonos sus redondas lecciones de ética y derechos naturales. O cuando ven a nuestros resentidos conservadores impartir lecciones acerca de la diferencia entre la gran nación británica y nosotros.
Pero en unas horas, la obscena y necia banalidad del fútbol, distraerá de nuevo nuestra atención, con su incesante producción de intrascendentes noticias trascendentales. Curiosa manera la que tenemos de soportar el dolor y el vacío de nuestro mundo.
Ocurre que a mí ver a una niña rumana sobre una barra de equilibrio, despojada y bellísima como una mariposa pensativa en mitad de la noche, me hubiera conmovido. Que escuchar el vibrante silencio que quedara tras una llamarada negra de apenas un hectómetro, hubiera suspendido mi ánimo.
Que hubiera salido a la calle bajo el sol -a Atocha, a Argüelles, al Retiro- a celebrar cada ardiente zancada de los héroes.
Pero ocurre también que hemos podido comprobar qué poco tiene esto que ver con lo que se ha ventilado en Singapur, a saber: la posibilidad de un sólido negocio en que invertir el dinero español -no el tuyo ni el mío, claro, sino el del Capital, o sea, el divino Dinero del Bien Común- y, sobre todo, la vigencia y la fuerza del nacionalismo español de nuevo cuño, el que pretende "reforzar la imagen de España como marca", expresado fielmente en su emblema de oro: el Real Madrid -¿no habéis reconocido en el doliente pero orgulloso tono de la radio deportiva nocturna la huella ácida y sangrante de una derrota de casta?-
Así que, tras este Trafalgar asiático, no me es del todo ajena la urgente crueldad de Chinasky: esos rostros ayer fingidamente exultantes trasiegan hoy su fracaso en aviones de lujo. Mañana les tendremos construyendo de nuevo muchas carreteras, levantando muchos chalés adosados y muchos hoteles en primera línea de playa, vendiendo innumerables automóviles para recorrer más deprisa el vacío. Su mente no descansa nunca y, como no crecen por dentro, han de hacerlo por fuera, en las cosas, en las cantidades. Es verdad. Pero hoy, esta misma noche, al quitarse de encima sus trajes y sus collares, sus ridículas gorras y sus peinados, no podrán ver ante el espejo sino un hombre, es decir, una sombra, una duda: aquello que más odian. ¡Que se jodan!