Por la
emblemática calle madrileña, cimbreaban sus cuerpos las chicas topolino,
las modernas de la época que empezaban a representar a la futura
sociedad de consumo, y los varones lucían chaqueta y corbata pues de
otra manera no se les permitía acceder a los locales de
entretenimiento. Cómo soñaba yo con hacerme mayor e ir de tal guisa al
Coliseum, al Capitol, al Avenida, a todos, para poder ver las películas
de estreno y abandonar los cines de sesión continúa.
¡Ay, la Gran Vía!, ideada como zona de ocio y negocio, como
puerta de entrada a un Madrid cosmopolita con un toque muy a lo
Broadway. Actualmente, las cafeterías, restaurantes y locales de ocio
que no han desaparecido han perdido categoría, muchas salas de cine han
desaparecido y otras agonizan lentamente. Notable cambio de paisaje y paisanaje, para peor en mi
opinión. Cómo para peor también el cambio sufrido por el Aleti y su
pérdida de categoría, pensaba yo. En cualquier caso, siento una
inevitable atracción por un cierto embrujo de la Gran Vía, pues, para
mí, perdura su esencia. Cómo hacia el Aleti. En esas estaba cuando había coronado Callao y me surgió
una agradable idea que luego se tornó en lamentable. ¿Por qué no
proseguir el camino nostálgico y, para evocar ahora mi juventud, no me
regalo con un dry martini en Chicote? A ello, me dije. El ascenso hasta
la Red de San Luís es casi imperceptible y luego, ya en franca bajada,
cerca estaba la meta. A punto de entrar, en la famosa coctelería mi
mirada se posó en una burda cartela, aunque discreta, como
avergonzándose, anunciando un menú del día a 10 €. No me lo podía creer
y volví a leer detenidamente el reclamo publicitario, confirmándome tal
disparate. Por supuesto, ante inmenso horror no entré. Quiero conservar
intactos los recuerdos de aquel bar en donde, entre otros menesteres,
se dieron agasajos a la crema de la intelectualidad, se estraperleó con
penicilina y se trapicheó con medias de
nylon y con tabaco
rubio americano. Como la mayoría sabéis lo regentó don Pedro, Perico
para todos, cuyo espíritu liberal permitía la estancia en el bar de
arriba a selectas benefactoras de la humanidad caliente. Por allí
pasaron políticos como Eisenhower, escritores como Hemingway, estrellas
de Hollywood como Ava Gadner, Charlton Heston, Orson Welles o Rita
Hayworth; miembros de familias reales, científicos, premios Nobel,
cantantes...
En la primera parte del bar tenían reserva las tertulias
literarias y en la barra, entre la diversa clientela masculina se
entremezclaban unas vistosas y, en lo posible, discretas chicas de
alterne que, manejando un cigarrillo como seña de identidad, esperaban
a una remunerada, ansiosa y breve amistad.
Ahora parece ser que el otrora afamado Chicote lo rige un
desaprensivo que lo prostituye ofreciendo revenidas paellas a guiris de
avalancha, y aquellos diligentes barmen expertos en la más exquisita coctelería, habrán dado paso, supongo, a unos oswalditos que temblarán ante la simple petición de un gin tonic.
¡Dios mío, qué cambio!, como el Aleti volví a pensar. Don Cesáreo,
don Javier y don Vicente han dado paso primero a un mafiosillo hortera
y después, empeorándolo, si cabe, a un par de cretinos,
futbolísticamente analfabetos, carentes por completo del más esencial
cariño por su club -su marca, mejor dicho-, sólo preocupados
por su carácter mercantilista; los que desprecian a una parte de la
afición -la mayoría consentidora- y a la otra -la minoría critica- la
odian. Un par de malandrines que permiten que se mancille la gloria del
equipo con una vejatoria y absurda publicidad, necia y derrotista
de equipo perdedor y afición sufridora; lo peor es que mucho se lo
creen y lo han asumido, por desgracia, hasta con placer.
En fin, lo que prometía ser un agradable y prometedor paseo acabó
de forma desastrosa. Los tiempos cambian y ni la Gran Vía, ni Chicote
recuperarán jamás su esplendor pero por imperativo social, económico,
costumbrista o por lo que sea. Por ser positivo, no me parece que
ningún condicionante insalvable puede impedir la vuelta a la normalidad
del Aleti. ¿Juntos, podemos?