Fin de época (20/06/2003)
Primero los bochornos, que fueron varios y todos de la peor índole. A) Lo contemplado el domingo pudiera parecer a simple vista un ejemplo de esa situación bastante habitual en todo deporte que se deja resumir mediante la fórmula: “Equipo bueno atropella a equipo malo”. No obstante, hay formas y formas de perder. El Atlético escogió la impúdica, su especialidad en los últimos tiempos: once fantasmas con grillos en los pies se dejaron golear sin mayor resistencia —excepto la breve rebeldía inicial propiciada por los errores de Guti y Helguera, dos pseudocracks—. El Atlético pareció durante casi todo el encuentro un cadáver en avanzado estado de descomposición. Probablemente lo sea. (Si tuviese que salvar a alguien del general naufragio quizá subiese a la ficticia balsa a tres hombres: José Mari —mediocre jugador, que estuvo voluntarioso—, Torres —el día que aprenda a tirar será una figura—, y Sergi —un pundonoroso futbolista, lejos de sus mejores años—. El resto del equipo fue una banda desorganizada y pusilánime, convicta de su inferioridad, que le ofreció gentilmente el cuello a un verdugo displicente. (No jugó bien el Madrid. De haberlo hecho, nos habría borrado de la faz de la tierra.)
B) Luis. Mi admirado y querido Luis Aragonés únicamente abandonó la pasividad atónita a que lo indujo el primer tanto merengue para arrancarse contra un espectador que lo increpaba. Su alineación pecó de rutinaria —¡Otra vez Otero! ¡Otra vez la insistencia en colocar a Luis García de interior zurdo!…—, pero una cosa es equivocarse en el transcurso de la acción y otra muy distinta ignorar la etiqueta. Los jugadores y el entrenador protagonizan el partido; los espectadores lo presencian. Tal división de papeles ha de ser estricta. De lo contrario, el propio acontecimiento corre peligro. Luis obró irresponsablemente y su feo acto añadió ludibrio a la noche.
C) La afición. El desastre del derbi fue vivido de nuevo por gran parte del público como una jornada de afirmación atlética. Los aficionados colchoneros no están en sus cabales y merecen lo que les pasa porque, con su actitud, coadyuvan a que les pase. Se perdió; luego, sobraban los cánticos autolaudatorios, tanto más corear el nombre de la Juve. (Ah, y los que arrojaron bengalas antes de que comenzase la escabechina y objetos contra Figo durante el match sobran en los estadios. Hay que erradicar a esa gentuza que promueve la guerra en el deporte. Su lugar es el frenopático o la casa de fieras. Allí luciría muy propia.) D) El palco. Se gana y bastante con la ausencia de Gil, pero Cerezo, que es hechura suya y lo representa, no debería sustituirlo. ¿Qué nadie quiere sentarse en esos sillones malditos y gafados? Búsquese a un ex-jugador prestigioso, al socio número uno, al acomodador o a la señora de la limpieza. Cualquiera tiene más derecho a ponerle rostro al club que los calamitosos gestores del desbarajuste actual. Para concluir. Este cuatro a cero es una derrota fin de época. Antaño, después de un tanteo así, se regaba el campo con almohadillas y se exigía la dimisión hasta de los conserjes. Pero temo que hoy, abonados a la indignidad, encajemos el disgusto haciendo acopio de confeti y rollos de papel higiénico de la marca “El Elefante”. No vaya a ser que la próxima hecatombe nos coja desprevenidos y sin nada con que celebrarla.