Permitidme, amigos, una pequeña confesión (19/12/2003)
No es que yo quisiese cosa distinta. Ni que, naufragando otra vez -ay- en mares de ensueño e irrealidad, considerase siquiera posible otro desenlace. Pero ahora que ya está, ahora que ya ha ocurrido y no hay vuelta de hoja, no puedo evitar sentir aquí adentro un cierto desengaño yo diría que general, no de tal o cual cosa sino de la vida toda, del hecho mismo de vivir así, aquí, en este instante.
Porque aunque se pueda argumentar que en realidad todo se estaba ya produciendo en términos similares, no es así. Hasta ahora parecía que aquéllo era algo ajeno, algo que le sobrevenía periódicamente sin contaminarle, sin comunicarle siquiera su frío o su calor, pues no era consecuencia de su voluntad o su acuerdo, sino de la voluntad y el acuerdo de otros a los que él, sensatamente, se plegaba. Todo, sí, para poder seguir tranquila, maravillosa, apasionadamente haciendo lo suyo.
Ahora, sin embargo, todo ha cambiado. Incluso me ha parecido ver dibujarse en su rostro la primera huella, la primera marca del hierro encendido. Yo le hubiera querido siempre con mirada de corzo, con carrera de corzo, con lágrimas de noche de Reyes al fallar un penalty.
Hay quien dice que es porque se ha hecho un hombre. Pero el camino de los hombres termina muchas veces en un bosque de magnolias a las siete de la tarde, henchido de ese aire turbio y dulzón que nos recuerda a la muerte.
No sé, parece mentira esta tristeza mía después de tan gran noticia.