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Las Perlas del Foro de Señales de Humo

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El Foro de Señales de Humo, a lo largo de su historia en múltiples formatos, siempre ha sido sinónimo, entre otras cosas, de calidad en los escritos de sus participantes. Aquí se ofrece el histórico de aquellos escritos que merecieron el "¡¡A Columnas!!" por parte del resto de foristas.

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¿Romántico o pragmático? (03/02/2004)

Hace unas fechas, Fernando expuso en esta misma columna su confianza a propósito de que sean los jueces los que separen a Gil del Atlético, un Atlético al que el muy inicuo mandamás se aferra como el monstruo de “Alien” a la cara de sus víctimas —¿recuerdan el salto olímpico que aquella especie de pulpo cabreado daba desde el huevo en el que dormía y cómo después era inútil tratar de desprenderlo del rostro de su involuntario huésped?—. 


Y cree Fernando que el que yo vislumbro como único remedio a la situación de impasse por la que atraviesa el club, a saber: la protesta continua de los aficionados en el Calderón, no es factible, salvo en mi romántico magín. Y ello por dos razones. Primera: la hinchada del Atlético —como todas las masas de adictos al deporte— sería una muchedumbre poltrona y conformista, compuesta mayormente por personas poco dadas a reflexionar y mucho menos a actuar en consecuencia. Y segunda: aunque la gente del Atlético reaccionase, Gil, imbuido de espíritu mesiánico —Gil, para Gil, sería el salvador del club y no su rémora—, haría oídos sordos a las protestas, por muy formidables que fuesen, y permanecería tan pancho en la institución. 

Empecemos por el final. ¿Se cree en verdad Gil el hombre providencial del Atlético? En mi opinión, el manifiesto de Alternativa Atlética prueba de un modo concluyente que el amor de Gil al club tiene muy sólidos fundamentos económicos; hay en él poco delirio y mucho cálculo. Como todos los magnates, Gil ama dos cosas: el mangoneo y la pasta. Punto. La etiqueta de salvador es algo que él se ha autoconferido con la complicidad de los pseudoinformadores que, haciéndole el juego, intoxican a la opinión pública. 

Gil se hace pasar por un enamorado de la causa atlética porque así le resulta más cómodo encubrir sus desatinos y especulaciones. Gil se envuelve en la bandera rojiblanca para disimular, bajo el disfraz del afecto, sus rapiñas y dislates. Gil no quiere al Atlético, sino explotar el Atlético. Y no ignora el daño que él y sus compinches le infligen al cuadro del Manzanares. Como carece de escrúpulos, no tiene mala conciencia, pero sí una inquietud: la de que la afición termine percatándose del expolio que comete con el equipo al que afirma adorar. Hay días en que le debe parecer increíble que tal hecho no se produzca —aludo a la rebelión de las masas—. 

Aten cabos, señores: un hombre providencial no se quita de en medio y coloca en su sitio a otra persona, aunque únicamente lo haga de cara a la galería. Los salvadores mueren encaramados a sus cruces precisamente porque los posee por entero el carácter de su misión. Su ideología es el sacrificio; su ruta, una vía férrea. Psicológicamente incapaces de toda táctica y de todo pacto con la realidad, nunca retroceden. 

Gil es un vulgar maniobrero. Su especialidad es la treta. ¿Por qué ha puesto ahora a Cerezo en el lugar más visible del palco? ¿De qué se esconde? De su particular e inexorable día de San Martín. ¿Y de dónde vendrá, de dónde debería venir, el huracán que lo barra? De la afición. A él no le causan pavor los jueces —de la Justicia no se huye mediante el cambio de una butaca por otra; además, está acostumbrado a habérselas con la ley; no en vano dispone de un batallón de picapleitos—. No, Gil no teme a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, teme a los seguidores del Atleti porque, por muy cadáveres que parezcan, bien pudiesen resucitar.
Como casi todos los fanfarrones, Gil es embustero y cobarde; y se pone muy nervioso en cuanto atisba el menor síntoma de inquietud en las masas. El disfavor del público lo demuda; no lo puede soportar. Y ello por la sencilla razón de que el poder de los demagogos oportunistas —raza a la que pertenece Gil— radica en el caso que les hace el público. Si nuestra hinchada le cubriera de improperios o se mofara de él —pero no un día y un puñado de personas; sino siempre y la mayor parte del aforo—, Gil estaría acabado. Él lo sabe y le produce terror tal posibilidad.

Soy un espectador con varias décadas de balompié a mis espaldas, y he presenciado broncas mayúsculas contra entrenadores y jugadores: tempestades que se desataban una vez y otra y no amainaban hasta que el coach caía o el jugador era traspasado. ¿Por qué no darle un buen uso a ese fondo de cólera, que no ha hecho sino crecer los últimos años, dirigiéndola contra Gil? 

Se argüirá que la gente acude al campo para ver un partido de fútbol, no para librar guerras que ni le van ni le vienen. Bastante tiene cada cual con sus problemas y preocupaciones cotidianas como para distraer unas energías y un tiempo preciosos en arreglar gratis asuntos que únicamente le atañen de un modo sentimental y periférico. 
Pero el Atleti vive en estado de excepción. Sus aficionados, por tanto, han de comportarse de una manera excepcional. 

Fernando juzga ilusorio confiar en que la grada reaccione espontáneamente. Yo, también. Por eso propongo organizarla, dotarla de una estrategia y reforzar su ánimo, ayudarla a formular las consignas más mordaces y a expresar su justa indignación. 

Existen lobbies y grupos de presión de toda suerte. ¿Van a ser los seguidores del Atlético incapaces de aglutinar uno? ¡Pero si hasta el mismo Gil ha promovido jornadas en defensa de su persona con bastante éxito! 
Contra lo que piensa Fernando, yo no espero de los tribunales nada excepto que hagan justicia. ¿Y qué sucedería en el mejor de los casos? Imaginemos que los jueces confirmasen la sentencia de la Audiencia Provincial. ¿Perderían por ello el club los Gil? No, al menos no automáticamente, ya que, al pasar la institución a manos de los pequeños accionistas y al dominar el pequeño accionariado los mismos que detentan la parte del león —o sea, los Gil y sus adláteres— , estaríamos como al principio. 

Quizá me equivoque —no soy un experto en asuntos jurídicos—, pero, con todo, para ese fallo inapelable aún resta tiempo, y tiempo, señores, es lo que no tiene el Atleti. Por consiguiente, cruzarse de brazos es una conducta suicida. ¿Por qué no intentamos, pues, salir de la encrucijada con nuestras propias fuerzas, sin aguardar a que otros nos saquen las castañas del fuego? ¿Acaso hay algo mejor que hacer?

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