Un regate (Gárate) (24/02/2004)
El diario El Mundo publicó ayer un reportaje sobre algunos de los regates más famosos de la historia del fútbol español. Regates que han caracterizado a jugadores concretos.
Además de expresar mi perplejidad por el hecho de que entre ellos figurase esa cosita efectiva que Raul se inventó para regocijo de sus tíos y primos, quiero invitar a este foro a recordar o, en su caso, imaginar otro regate maravilloso del que hace mucho tiempo no oigo hablar ni siquiera a los atléticos. Al fin y al cabo, nada me produce mayor placer que venirme de nuevo hasta aquí para atar los dos cabos de la memoria y del Atleti, única forma digna con que algunos desamparados sobrellevamos nuestra melancolía.
Cuando el equipo contrario atacaba, José Eulogio Gárate se situaba en el círculo central, casi quieto y, frecuentemente, con los brazos en jarras. Tenía un aspecto un poco cansino y parecía como si en esos momentos se diera cuenta de que jugar ese partido -fuera el que fuera- le iba a suponer un esfuerzo enorme que acaso no estaba seguro de poder realizar. El rival, su marcador, se veía obligado a mantener un grado de concentración muy alto y -digo yo- a actualizar permanentemente en su cabeza eso que ha dado en llamarse odio competitivo para no sucumbir a la piedad y terminar por pasar cariñosamente el brazo por el hombro del delantero, animándole a continuar bajo promesa de no ponerle las cosas difíciles.
Pero, de repente, se producía un rechace que beneficiaba al Atleti o blocaba por alto el portero y se alejaba de ese enjambre de cuerpos que poblaba el área buscando el desmarque de un compañero. Y el callado, pensativo y hasta hacía un segundo serenísimo Gárate rompía en velocidad hacia el espacio vacío, siempre a la izquierda, a la izquierda, a la izquierda, todavía en su campo pero hasta la línea de cal. En esos treinta y cinco metros de desplazamiento lateral le había sacado dos al defensa, suficientes para recibir el pase, darse la vuelta y encararle. Entonces, le esperaba, le dejaba descansar del susto y la carrera y le escondía el balón un poquito en su bota izquierda, inclinando ligeramente el cuerpo hacia delante, lo cual indicaba que el reto no había hecho sino empezar. El otro, pues, se tensaba. Y este era el momento en que Gárate, arrastrando la bola con suavidad y paseándola casi imperceptiblemente del interior al exterior de la puntera, se la mostraba, se la ponía delante. El defensa, claro, entraba -¡cómo no, si ya era suya!- y Gárate, con giro de tobillo y cintura a la vez la levantaba un palmo y la alejaba un metro, menos quizás, medio, apoyándose en su derecha para iniciar la carrera en estallido súbito, para escaparse por la banda aguantando al burlado detrás, para aguantar hasta el fondo, para rematar, para ponernos un nudo en la garganta.
Lo hizo muchas veces y muchas le salió bien. Muchas, también, le cazaron. Pero no he vuelto a ver ese regate en jugador alguno desde entonces.
Gárate -quién no lo sabe- era delantero centro. Extraordinario. Nunca un delantero centro había jugado así en España sin dejar de serlo. Digo esto pensando en Fernando Torres, que también lo es, aunque a algunos no os lo parezca.