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Las Perlas del Foro de Señales de Humo

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El Foro de Señales de Humo, a lo largo de su historia en múltiples formatos, siempre ha sido sinónimo, entre otras cosas, de calidad en los escritos de sus participantes. Aquí se ofrece el histórico de aquellos escritos que merecieron el "¡¡A Columnas!!" por parte del resto de foristas.

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Los Martirio (31/08/2004)

Si nos dieran a escoger entre los dos modelos de club que representan el Madrid y el Atleti, supongo que nos quedaríamos con el Madrid, principalmente por sus jugadores: Zidane, Roberto Carlos, Figo, Ronaldo, etc. Aunque tres de los citados muestren señales de fatiga y decadencia y el cuarto quizá nunca vuelva a ser el que fue, se trata de futbolistas de primer orden, verdaderos cracks, no cabe duda. Sin embargo, lo que sostiene al Madrid es su tremendo poder, ese poder que le ha permitido, por ejemplo, enjugar una deuda fabulosa y recuperar el crédito en los bancos de la noche a la mañana. (Del Madrid se puede afirmar sin exageración que se acostó arruinado y se levantó pudiente.) El Madrid no pone en liza sus recursos, sino los de todos. Vive de los demás. Tiene tras de sí a la prensa y a las principales fuerzas políticas, sociales y económicas de la región y, si me apuran, de España. Por consiguiente, los blancos no son un modelo a seguir. Fijarse en ellos daría igual: su cóctel de presunción, propaganda y privilegios resulta inimitable.


Pero ¿y el Atlético? El antiguo adversario de los merengues no es la otra cara de la moneda, sino su canto. Al Atlético de hoy no lo define —como antes de los Gil—, su espíritu inconformista, rebelde. (Nunca aceptó el statu quo que los ideólogos madridistas daban por inmutable.) Con recursos muy modestos, el Atleti se las arreglaba para competir; desconocía el significado de la palabra ‘resignación’. Incluso en los difíciles ochenta, era todavía alguien en el balompié hispano. Estaba herido, pero no con un pie en la tumba.

En cambio ahora se diría que vive cómodamente arrellanado en la impotencia, y si algo simboliza es el puro vicio de perder. Absorbe el infortunio como una esponja; parece ansioso de nuevos fracasos. Adicto a la derrota, un observador malévolo podría concluir que su objetivo es el récord Guinness  de los desastres. Sin embargo, en ese deplorable caos, en ese carnaval de ineptitud, hay una lógica, un método.

El Atleti es un negocio para sus propietarios, conforme. Pero, ¿qué tipo de negocio? Ellos nunca ambicionaron construir un gran equipo, pues no sabrían qué hacer con él. (El especulador sin escrúpulos prefiere abrir un lupanar a una industria productiva.) Por eso los magnates del Atleti necesitan una entidad débil y sin capacidad de reacción. (A este respecto, Gil Marín y su socio siguen los pasos del fundador de la dinastía huella por huella.) ¿Es que no les agradaría conseguir títulos y fardar de campeones? Sí, pero gratis, sin invertir un euro. Por ejemplo, si en vez de un Torres brotasen cuatro o cinco por generación espontánea, ellos encantados, faltaría más. (Que la cantera les importa un ardite lo certifica el caso Raúl.)

Y he aquí el motivo por el que ha prosperado la leyenda de la mala suerte, inductora de un fatalismo pernicioso. Es el Atleti el que ha hecho de “El Pupas” —una ocurrencia nada feliz de Vicente Calderón— su marchamo distintivo, su seña de identidad más preciada. El rotundo éxito de la pócima de dulce sabor que nos envenena se debe a que es el propio club el que la instila en los seguidores colchoneros. (Los aclamados anuncios televisivos “¿Por qué somos del Atleti?”  o “El Atleti me mata y me da la vida” constituyen obras maestras del ánimo claudicante que propaga la entidad. (Los humoristas argentinos “Les Luthiers” crearon un himno castrense cuyo clímax era frase: “Perdimos, perdimos otra vez”. Entonaba la parodia —en efecto, graciosísima— un coro jubiloso.)

Nada más útil para los fines de Cerezo y su compadre que la profunda aceptación de que el destino del club está escrito en las estrellas —sin duda por algún dios sarcástico—, y que, por tanto, dicho destino no depende de tal o cual política, ni mucho menos de la sagacidad, energía y paciencia de sus dirigentes. Éstos, en rigor, no son responsables de que el Atleti sea como es: un costal de infortunios; y es extraño que, con semejante mentalidad, no hayan reemplazado a los técnicos con videntes y echadoras de cartas.

La gran diferencia entre el cuadro colchonero de otras épocas y éste reside en que, antes, al enfático “Siempre ha sido así, siempre será así” de los merengues, el Atleti oponía un “Ya veremos”. Hoy proclama sin rubor: “Hasta el fin de los siglos. Amén”. Ha perdido la dignidad. Ojo: ya no se trata de que usted o yo seamos del Atleti, triunfe o sucumba, juegue bien o mal, quede quinto o dispute la final de la Copa de Europa. Usted y yo seremos del Atleti en la medida —y sólo en la medida— en que el Atleti encadene las decepciones y, si me apuran, no basta: necesitamos que nos regale un festival de incompetencias. (No por casualidad cantaban los de Glutamato Ye-Ye aquello de: “La victoria más rotunda cuando estemos en Segunda”.)

La incondicionalidad del seguidor, común a todos los forofos de todos los equipos, se ha transformado, por lo que al Atlético se refiere, en pura devoción hacia la fatalidad. La derrota es un desenlace. El Atleti ha hecho de ella un estigma que enorgullece al estigmatizado, una úlcera de la cual engreírse. (El hincha del Atleti únicamente saciará su auténtico anhelo cuando el conjunto rojiblanco doble la cerviz sin tasa. De ahí la frivolidad de Almudena Grandes: “Los colchoneros hemos hecho del fracaso una religión”.)

Pero no pierdan de vista el argumento principal: la razón por la cual ya somos, más que “El Pupas” , “Los Martirio” es —¡pásmense ustedes!— que el culto ¡sale de balde!, y, para asombro de los que lo ofician, miles de fieles abarrotan la iglesia cada semana.

En resumen: mientras el Madrid se ha especializado en producir victoria, el Atleti explota entusiasta el filón de la derrota. Sus incondicionales consumen golosos ese queso hirviente de gusanos; lo deben de hallar exquisito. Como reducir la dieta a una sola clase de alimento aburre, muy de higos a brevas hay un pequeño cambio de régimen. Los merengues necesitan —aunque no lo reconozcan— un mal año cada quinquenio, siquiera para recuperar el apetito de triunfos. (Esto equivale al sorbete de limón que, entre plato y plato, sirven en los restaurantes finos. ) Los colchoneros, algún pequeño triunfo o algún sueño tontaina, con los que refrescar las papilas y prepararlas para el nuevo sinsabor. Y no hay cuidado: las existencias de calamidades no se agotarán porque el suministro lo garantizan Gil Marín y Cerezo.

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